lunes, 31 de octubre de 2011

Japi jalogüín (Feliz Halloween)

Reconozco que hace unos años, me mostraba más que reacio a la importación de esta fiesta norteamericana (¿es originaria de norteamérica? No sé, lo mismo se la robaron a alguien anteriormente). Era muy, muy crítico con esto. Tanto que alguna vena se me hinchaba y todo. Luego ha ido pasando el tiempo y creo que ya no solo no soy reacio a la celebración del Jalogüín en España, sino que incluso me parece bien. No, no se trata de sustituir al día de todos los Santos. No hay que cortar el paso a los cementerios, ni impedir llevar flores y traer recuerdos de los seres queridos que se fueron. No hay que quitar los puestecicos con dulces típicos que se instalan en la murciana plaza de San Pedro, pero admitamos que tampoco nos hemos encargado de cuidar nuestras tradiciones lo suficiente y que no ha sido por culpa de los americanos. Mis padres me cuentan cómo vivían hace años esta noche y el día de mañana, y es que ya no es lo mismo y a duras penas puede serlo. Está claro. Ojo, aquello tenía su punto de acojone. Si yo hubiera sido un crío como mis padres, en aquella época, menudo miedo habría pasado.

Digo que ya no me parece tan mal celebrar el Jalogüín, porque me he dado cuenta de que mi actitud anterior era un poco chovinista. A fin de cuentas, se trata de una fiesta. ¿Por qué vamos a objetar celebrar una fiesta? Por muy americana que sea. Mi hija mayor se lo pasó pipa el otro día en un cumpleaños vestida de vampiro. Pues muy bien. Ahora pienso que no hay para tanto, de verdad. Celebremos, celebremos más fiestas. ¿Por qué no conocer la manera en que se celebra este día en otros países? Todo es cultura, no hay peligro, no es que estemos importando la ablación, las lapidaciones, las asociaciones de armas o la inyección letal. Por una fiesta no hay que echarse a la calle a lanzar octavillas. En Murcia, por poner un ejemplo conocido por todos, tenemos una fiesta que hoy en día es patrimonio de todos los murcianos y motivo de gran orgullo (aunque a mí, sinceramente, ya no me gusta nada): el Entierro de la Sardina. Pues bien, es un hecho ampliamente reconocido que esa fiesta no existió en Murcia hasta el siglo XIX, y que fue importada desde Madrid por unos estudiantes. De hecho, hay un cuadro de Goya que refleja el Entierro de la Sardina madrileño. Ahora, según creo, allí ya no se celebra y la fiesta es solo murciana, murcianísima. La aderezamos a nuestra manera, le cambiamos algunas cosicas y ale, fiesta local. Tal vez en su momento hubo murcianos de los de pura cepa que criticaron la osadía de aquellos jóvenes estudiantes, por traer una fiesta de fuera, de esos madrileños chuletas.

Otro ejemplo más global: mirad al gordinflas este del Papá Noel. Sus raíces se hunden en Europa. No tengo mucha idea de esto y lo mismo me equivoco, pero hay quien dice que se trata de San Nicolás y que era español. ¿Puede ser? También he oído que el color original de los ropajes de este filántropo entrado en kilos, amante de los niños y de la felicidad, era otro y que la Coca-Cola se lo cambió al rojo, uno de sus rasgos corporativos. En mi casa se hace un pequeño obsequio en nombre del Santa de las narices, y el resto es cosa del Baltasar, el Rey Mago adjudicado a las labores de traernos felicidad en forma de regalos (lo más útiles posibles, y siempre dentro de lo que podemos llamar "sano intento de consumo responsable").

Eso me lleva a otra de las ideas que me han rondado la cabeza en los últimos días y que han hecho que definitivamente, al final, la celebración española del Jalogüin ya no me desagrade en absoluto: tanto me he quejado en el pasado por este tema, y tanto se sigue quejando mucha gente aún hoy, y sin embargo los españoles nos hemos lanzado con pasión a copiar de los norteamericanos cosas mucho más chungas que una simple e inocente fiesta. Por ejemplo, la puñetera comida rápida, que pa un rato está bien, pero cuyo concepto no deja de ser un atentado al plácido acto de comer (y de comer bien), además de generar mierda y más mierda sin control y sin el mínimo intento de reciclaje. Más cosas: la moda de los centros comerciales, de coger el puto coche hasta para ir a mear, y de meternos todos en atascos, para colapsar esos lugares prefabricados con miles de tiendas, con más restaurantes de comida rápida, con cines y con boleras. Hemos copiado el consumismo, el individualismo, la irracionalidad de una vida estresada y estresante, hemos perdido mucho en cuestiones de comunicación directa, de relaciones sociales... Nos encaminados a una copia exacta de la existencia más vacía y triste provocada por el capitalismo despiadado. ¿Y el lenguaje? Con esto de la informática, la tecnología de los huevos y las redes sociales, todos los días atentamos contra la lengua de Cervantes. ¿Y la publicidad? Otra que tal baila, y también metiéndonos el inglés por las narices. Ojo que a mí me encanta el inglés, estudiarlo, escucharlo y hablarlo, pero el "connecting people", el "driving quality" y el "perfectly you" me tienen ya hinchao. ¿Véis cómo se puede uno encabronar por cosas más chungas que una simple fiesta americana?

Lo dicho, celebrar y dejar celebrar, que ya tenemos bastantes motivos para la indignación. Feliz día de Todos los Santos, Japi Jaligüín y feliz noche de me toco las narices en el sofá y veo mis series favoritas.

domingo, 30 de octubre de 2011

Roma (y II)

Desde un día fresco y lluvioso de Murcia, sigo recordando Roma. La lluvia en Roma no modifica el ruido y la contaminación, pero tiñe de una aureola aún más sugerente a los monumentos provocando su reflejo en los adoquines resbaladizos, y, además, sustituye como por arte de magia, en décimas de segundo, el género ofrecido por los vendedores ambulantes a la marabunta de turistas que, como protones despistados, chocan unos con otros e interfieren en la trayectoria de los demás sin saber adónde van. Los inservibles artilugios luminosos que se lanzan hacia el cielo romano y caen despacio haciendo chiribitas, las estridentes pistolas-pompero y las bolas metálicas imantadas que vibran y hacen ruidico al tocarse, de pronto cambian de forma y tamaño y se convierten en paraguas de colores que se rompen al abrirlos y cerrarlos más de una vez. También existe otro tipo de paraguas de adquisición ambulante, un poco más caro, que se rompe al abrirlo y cerrarlo más de dos veces (dentro del lenguaje capitalista, lo llamaríamos “de usar, usar y tirar”). Compensa porque su precio no es exactamente el doble del anterior, sino solo un 33% más elevado, e incluso puede salir más barato si el comprador está tocado con la virtud del regateo (de la que yo carezco por completo). Aún hay un tercer tipo de paraguas romano que no es de venta ambulante, porque los vendedores no tienen tres brazos para sujetar la mercancía: lo encontramos en tiendas de souvenirs, aguanta más si se le trata bien y viene adornado con la Venus de Botticelli o con los angelitos de Rafael. Ese es mi tipo de paraguas, el que paseo orgulloso las pocas veces que llueve en Murcia, aunque ya lo tenga medio roto y aunque sea tan pequeño que apenas dé para taparme la cabeza. Tengo que volver a Roma para comprarme otro.


He dicho antes que la lluvia no modifica el devenir ruidoso y contaminante de la Roma de hoy. Bueno, sí que lo hace, especialmente en lo tocante a cuestiones de seguridad peatonal (y es que si crees que hay cosas que no pueden empeorar, con este tema te equivocas). El nivel máximo de peligrosidad para cruzar una calle se lo lleva, sin duda, el “paso de peatones” que atraviesa la Vía del Teatro Marcello hacia el inicio de la escalinata de la plaza del Campidoglio. Lo de la Vía 20 de Septiembre es jugar en un parque infantil en comparación con esto. En condiciones normales, intentar pasar por ahí se puede considerar legalmente como tentativa de suicidio, pero si encima está lloviendo (se sobreentiende que el conductor tiene menos visibilidad y que además, por alguna extraña razón, al ver caer agua del cielo está más encabronado, tiene más prisa y piensa que la lluvia le exime de sus obligaciones circulatorias), resulta que tentativa de suicidio y suicidio efectivo se funden en la sola acción de poner un pie en la calzada. Vuelvo a lo del otro día: “¿merece la pena?”. Y repito que (si no te matan) la merece. Con la excitación de haber salvado la vida, comienzas a subir por los escalones cómodos, anchos y ligeramente inclinados que trazó Miguel Ángel, emulando a las tablas de madera que se colocaban sobre la pendiente de tierra de la colina para poder escalarla. Vas subiendo, digo, y dejas la larga escalinata de Santa María in Araceli a tu izquierda mientras centras la mirada en las enormes esculturas de Cástor y Pólux que te esperan allá arriba, para darte la bienvenida. Una vez en la cima, recuperas la respiración normal contemplando el trapecio que forman las fachadas de los palacios que flanquean la plaza (los actuales Museos Capitolinos). Admiras el pavimento de líneas geométricas que se entrecruzan creando un óvalo en torno a la estatua ecuestre de Marco Aurelio y te sientes trasladado al Renacimiento. Solo unos pasos más te separan de la gloriosa Roma Imperial, al otro lado del Palacio Senatorio (actual ayuntamiento de Roma), en lo que supone el mejor patio trasero de todos los tiempos. La visión del foro romano desde tan privilegiado palco, de las enormes piedras de su vía principal, de sus arcos de triunfo y de las gigantescas columnas de los templos, que son esculturas en sí mismas y que se yerguen orgullosas como sobrevivientes del pasado, por un instante puede marearte. Después deslizas la mirada hacia la derecha, hacia los cipreses que, no menos orgullosos que las columnas del foro, presiden la colina Palatina como si la hubiesen trepado y conquistado. Y al fondo, el Coliseo te enseña uno de los extremos de sus arquerías aún conservadas, interrumpidas súbitamente como si las hubieran cortado a cuchillo.

¿Cómo estructurar los muchos recuerdos que me trae Roma? ¿Por áreas espaciales como Trastevere, foros, Vaticano…? ¿Por conceptos como “fuentes”, “plazas”, “iglesias”…? Por rendir homenaje a la esencia de la propia ciudad, lo ideal es hacerlo sin ningún tipo de orden racional. Por ejemplo, y ya que acabo de describir la vista sobre el foro romano, recuerdo el Coliseo, ese edificio a medio desmantelar, de musgo y de gatos entre las piedras. Me impresionó la primera vez que lo ví, pero me impresionó más en la noche del Jueves Santo de 2006: la enorme cantidad de gente concentrada a su alrededor no evitaba la sensación de recogimiento en la penumbra, y las antorchas bajo cada uno de sus enormes arcos iluminaban con sutileza las piedras que, a la luz del día, se muestran ennegrecidas por la contaminación. Los cantos y las oraciones en diferentes idiomas resonaban con fuerza. También tengo que añadir que, pasada la impresión por la estética litúrgica y por el ambiente de meditación, comencé a reflexionar sobre la fácil posibilidad de un atentado terrorista. Lo siento, siempre me pasa por la cabeza cuando veo tanta peña junta, pero muy pronto dejo de darle vueltas. No soy tan paranoico ni tan asustadizo con el particular (con otras cosas sí). Cerca del Coliseo, recuerdo subir por estrechas y empinadas calles en busca de San Pietro in Vincoli, lugar de reposo eterno para el papa Julio II. La descomunal tumba que encargó el pontífice a Miguel Ángel y que debía presidir sin pudor la basílica de San Pedro del Vaticano, quedó en la humilde capilla de mármol de la iglesia de San Pedro encadenado, protagonizada por el Moisés de mirada encendida y cólera inminente. Cuando fuimos a verlo, se estaba celebrando una boda en la iglesia. Por un segundo desvié el objetivo de mi cámara desde el Moisés hacia el altar donde estaban los novios, con sana intención antropológica, y la enorme mano de un “gorila” vestido de negro me hizo bajar la cámara hasta el suelo. ¿Quiénes serían los novios? Dejemos al margen el tópico de la mafia, digamos que eran simples peces gordos con vigilantes de seguridad a sueldo, tal vez armados, que velaban por la intimidad del enlace matrimonial en una iglesia muy dada a las visitas turísticas. Mola.

Hay más recuerdos de mis encuentros con Roma. Recuerdo las fuentes monumentales y me gustan todas, pero si por una de esas cosas raras que a veces suceden en la vida, un tipo como el gánster de la boda me obligase a elegir solo una so pena de reventarme la cámara de fotos contra el suelo de San Pietro in Vincoli, la elegida sería una fuente no demasiado grande ni tampoco archiconocida: la barcaza de Pietro Bernini, situada a los pies de la siempre bulliciosa plaza de España. ¿Y si el mismo fulano me obliga a elegir una iglesia romana? A veces es muy difícil elegir y sin embargo siempre terminamos haciéndolo. La tarea pasa de difícil a imposible hablando de las iglesias de Roma, por cantidad y calidad. El otro día las comparé con catedrales, aunque no todas sean de grandes proporciones: una iglesia pequeña puede impresionar y tener más dignidad que un templo enorme y colosal, y para muestra, Santa María in Trastevere, Santa María in Cosmedin o la sobrecogedora de San Carlo de las Cuatro Fuentes. Algo más grandes son las de San Andrés del Quirinal, Santa María de la Victoria o San Luís de los Franceses… En esta me tropecé por casualidad, en mi último viaje, con el cuadro de “La vocación de San Mateo”, obra del genial Miguel Ángel Merisi “Caravaggio” (Forrest Gump diría que las iglesias de Roma son como una caja de bombones; nunca sabes qué obra maestra te puedes encontrar en su interior). Luego están las gigantes y apabullantes iglesias de Santa María la Mayor, la catedral romana de San Juan de Letrán o las acojonantes iglesias jesuíticas del Geisú y San Ignacio de Loyola. Es que son así, acojonantes. Recuerdo especialmente la primera vez que entré en la de San Ignacio, situada frente a un precioso ejercicio barroco de urbanismo y arquitectura lleno de líneas cóncavas y convexas. “Cielosanto” piensas al ver San Ignacio por dentro, y nunca mejor pensado. Vaya bóvedas celestiales, vaya pinturas… Tela marinera. Impresionante también pero de otro modo y de dimensiones totalmente opuestas, sería el templete de San Pietro in Montorio, un armónico juguete circular diseñado por Bramante en suelo español, como quien dice. Allí al lado, en la ventana de la embajada de España, vimos un gatete haciendo honor a nuestro país con una apacible siesta pública. Todo un monumento a las buenas costumbres españolas. Me acerqué y le eché una foto sin despertarlo.

Mi primer viaje a Roma, que relaté parcialmente en la entrada anterior de este blog, nos cundió mucho a pesar del retraso provocado por la huelga. Vimos y vivimos muchas cosas, sin prisa pero sin pausa y, lo que es mejor, sin hacer cola. Este detalle es muy importante porque en los dos siguientes viajes, lo que más vimos fueron colas y esperas kilométricas hasta para respirar. Todo lo que ya habíamos visitado y disfrutado casi en soledad, como la cúpula de San Pedro del Vaticano, los Museos Vaticanos, el Coliseo o la “boca de la verdad”, estaba rodeado, hostigado y casi sitiado por una marabunta incesante de turistas puestos en filas más o menos disciplinadas. No nos vino mal: obligados por las circunstancias, en los dos viajes siguientes descubrimos y disfrutamos otros lugares. Por ejemplo, en el viaje de 2006 el descubrimiento fueron los bocatas hechos con pan de pizza (los devoramos acompañados de cerveza en un banco junto al Castel Sant’Angello), los helados (enormes y baratos, ya sea en tarrina o en cucurucho, y que resultan aún más exquisitos mientras ves la vida pasar por la plaza Navona) y los jardines de Villa Borghese, maravillosos: por un lado la vista sobre la plaza del Popolo, y por otro el bosque con sus pinos enormes. Cuando los vi me acordé de los pocos pinos supervivientes de Churra, y ahora, cuando veo los pinos de Churra recuerdo a sus parientes de Villa Borghese, mejor acompañados, más cuidados y respetados. Otro recuerdo curioso de Roma que me viene a la mente es el de los pájaros de la plaza Cavour. En el primer viaje teníamos el hotel junto a dicha plaza. Cada vez que regresábamos para descansar un rato, a media tarde, escuchábamos desde bien lejos las bandadas de pájaros gritando, que no piando, arremolinándose entre las copas de los árboles como si estuvieran chiflados. Quizá Hitchcock se inspiró en ellos para su inquietante película “Los pájaros”. Es brutal. Por eso me alegré al leer hace tiempo, en un reportaje sobre Roma de una revista semanal, la misma apreciación sobre las aves de Cavour. Un recuerdo más de la zona: el restaurante La Francescana. Barato, buenas pizzas y un dueño siciliano parco en palabras pero amable. Hemos repetido varias veces.
Mi último viaje romano hasta la fecha fue familiar, un amplio y divertido éxodo grupal en el que reviví momentos y volví a contemplar lugares, aunque como siempre que uno va a Roma, también visité cosas que no había visitado aún (y las que me quedan). Por ejemplo, vi el Ara Pacis, que ha estado en obras de restauración y adecuación durante varios años. Me gustó mucho no solo el monumento en sí, sino también la puesta en escena, la musealización, tan alejada de las modas que rigen hoy en nuestra Murcia: allá, la neutral pureza del blanco en las paredes, y aquí el angustioso color negro que te aplasta; allá los espacios diáfanos que se apartan y dejan protagonismo al propio monumento, y aquí los paneles que entorpecen y que ocultan más que muestran; allá los grandes ventanales y la luz natural, y aquí la agobiante luz artificial de los focos, gastando energía a lo bestia mientras cegamos las ventanas con madera; allá la recreación con sencillas y claras maquetas, y aquí la obsesión por los audiovisuales, por las reconstrucciones informáticas y por las pantallicas que se rompen cada dos por tres y que cuesta un huevo arreglar. Cuánto tenemos que aprender…
Roma, arriba, versus Murcia, abajo.

Y ya para acabar (podría escribir y escribir sobre Roma sin parar) me dejo para el final dos plazas muy distintas entre sí: la de San Pedro del Vaticano y la plaza de la Rotonda. La plaza ovalada de Bernini, con sus brazos columnados y sus fuentes laterales gemelas, es un espacio precioso y muy disfrutable cuando cae la tarde-noche y se vacía de gente. Y eso a pesar del golpe que le asestó Musolini abriéndola por fuerza a la Vía de la Conciliación, arrebatándole conceptos tan típicos de las plazas barrocas como el dentro-fuera y la evitación de amplias perspectivas. No esperaba que me gustase tanto la sensación que transmite esa plaza y menos aún lo mucho que cambia a ciertas horas, el aire que se respira y la belleza de las fuentes iluminadas. Solo hay que sentarse en un bordillo, relajarse y contemplar la escena nocturna: algún coche de policía perdido, algún operario limpiando o moviendo las vallas metálicas que tratan de imponer orden durante el día, un número más razonable de turistas desperdigados y el sonido del agua de las dos fuentes, que se vierte desde las copas altas y lanza sus destellos sobre las luces sumergidas. La otra plaza ya la referí en mi anterior entrada: la de la Rotonda. No sé porqué no se enseña ninguna fotografía de dicha plaza cuando se estudia el Panteón de Agrippa. Lo que hablamos del contexto. El Panteón impresiona al empezar a estudiarlo en la distancia, al conocer su historia, su construcción y su estética, pero lo que no te puedes imaginar hasta que no vas son las dimensiones de las columnas y de la cúpula, y tampoco la belleza del conjunto que forma con la plaza. Me traslado mentalmente y ahí estoy, sentado en los peldaños de la fuente que hay delante, mirándolo, respirándolo… Casi parece insultante de majestuoso y de bien conservado. Un pedazo de templo del siglo II de pie, delante de mí, con dos cojones. Luego miro a los lados de la plaza, a los sencillos edificios que la rodean, algunos coloreados, y miro a sus ventanas de madera. Pienso que son decorativas y me imagino que esos edificios están vacíos por dentro, como las casicas de corcho que ponemos en el Belén. Me imagino que la luz que sale por las ventanas proviene de una bombilla gigante que está metida bajo el edificio. Siempre me pregunto: “¿quién será el cabrón que vive ahí?”. Que lo disfrute, de verdad. Luego miro las calles adoquinadas que llegan a la plaza, estrechas y algo tortuosas, y que como grifo abierto no paran de derramar turistas más o menos despistados, más o menos cansados, más o menos perplejos al darse cuenta de pronto de que están en la plaza de la Rotonda y de que ahí tienen al Panteón, esperándoles durante casi dos mil años para ser captado millones de veces con millones de cámaras digitales. Ahora que no estoy en la plaza de la Rotonda, me la imagino en este mismo instante. Sé que está ahí y que el ambiente debe ser el mismo de siempre. Me relajo pensando que por medio solo hay un par de horas de vuelo, pero luego me pongo un poco nervioso pensando que también hay un insufrible desplazamiento junto a un taxista kamikaze. Aún así, merece la pena.

viernes, 21 de octubre de 2011

Roma (I)

¡Ay, Roma! Roma al revés es “amor”. Seguro que esta chorrada ha transitado por la mente de millones de castellano-parlantes antes de hacerlo por la mía. La verdad, lo desconocía hasta que se me ocurrió mientras saboreaba una pizza indiscutible en un restaurante cercano al Coliseo, en la noche del Jueves Santo de 2006. Generalmente, para un historiador del arte Roma es algo así como la Meca y como un parque de atracciones de alto valor estético: una mezcla perfecta de religión y ocio. El tener que ir y el querer ir, obligación y voluntad, se unen en perfecta armonía, y claro, la devoción y la fascinación por la ciudad eterna antes del viaje suelen transformarse en amor declarado tras la primera visita, aunque todo es matizable. Yo tardé “bastante” en caminar sobre sus adoquines, contaba con 27 primaveras y acababa de casarme. Luego he regresado y espero volver pronto. Para volver a Roma, me vale el mismo argumento que para ver una buena película dos mil veces y una más, y es que siempre la disfrutarás y siempre descubrirás cosas nuevas.








Antes de ir a Roma, lo primero que quería saber era la forma en la que sus monumentos estaban distribuidos por el espacio. Los había estudiado, los había admirado en fotos, pero cada uno de ellos formaba un núcleo asilado de los demás dentro de mi cabeza. Roma era el elemento en común, el todo y la suma de sus partes, y debía extenderse de algún modo entre la Capilla Sixtina, el foro romano, el templete de San Pietro in Montorio y el Panteón de Agrippa, por citar unos pocos ejemplos. La pregunta era: ¿cómo? Vale que todas esas cosas y muchas más puedan juntarse en las páginas de un libro, pero ¿cómo pueden unirse en una misma ciudad? Antes de ir a Roma, me parecía inexplicable. Todavía hoy, después de haber ido tres veces, me lo sigue pareciendo. En los días previos al viaje escudriñé planos de papel en busca de respuestas anticipadas, recorrí calles estrechas y serpenteantes con la yema de mi dedo índice y traté de memorizar decenas de recorridos. Hay que decir que en 2004, al menos para mí, el Google Earth y su Street View formaban parte del futuro. No sé si ya existían, pero mis recursos fueron los planos de toda la vida, algunos documentales y películas como “Vacaciones en Roma”. Algo pude intuir de la idiosincrasia de la ciudad viendo a unos jóvenes Gregory Peck y Audrey Hepburn al manillar de su intrépida Vespa, haciendo el loco por Roma en blanco y negro como lo hacen los romanos anónimos de hoy a todo color. No lo podía imaginar hasta que no lo vi con mis propios ojos, pero es cierto.




Como decía, mi primer viaje a Roma fue el de la llamada “luna de miel”. Hay que ver, ya suena a expresión arcaica… Hace años, pero no tantos, viajar, y viajar “lejos”, era una circunstancia excepcional que se daba en contadas ocasiones en la vida de una persona. De esas pocas ocasiones, la que se daba justo tras tu boda debía ser la mejor. Sigo pensando que aunque ahora viajar ya no sea tan extraño, aunque lo hagamos a la mínima que pillamos un puente de tres días (quizá tirándonos dos en un avión), el viaje de novios o “luna de miel” es el mejor viaje de todos. Lo decía mi cuñado Jose y tenía razón: no es solo el hecho de estrenar tu nuevo estado civil con un viaje, ni tampoco el que se te recompense la larga, estresante y farragosa tarea de organizar una boda con unas vacaciones de quince días establecidas por ley… Es que todo eso ayuda a que lo disfrutes de una manera especial. En esos momentos sabes que, si todo marcha bien, harás más viajes en tu vida pero ninguno en esas mismas circunstancias.

Pues bien, para tan especial viaje elegimos Roma (junto con unos días en Florencia y un fin de trayecto en Venecia). Optamos por el Valhala del historiador del arte, y mis dudas al respecto de lo que rodea y envuelve a tantas obras maestras de arquitectura, pintura y escultura, se fueron aclarando en primera instancia con un hecho que poco o nada tiene en común con el ánimo de unos recién casados: “scioppero generale” o algo así, es decir, huelga general. Sí, el mismo día de nuestra partida, a las seis de la mañana y frente al mostrador de Iberia en el aeropuerto del Altet, nos enteramos de que Italia tenía una primera sorpresa reservada para nosotros. Bien es cierto que aquí la culpa no es de los romanos y que su intención no fue sorprendernos: la huelga general en el sector del transporte estaba convocada desde hacía semanas, pero nadie en Viajes Iberia consideró oportuno avisarnos. El vuelo tenía escala en Barcelona y desde allí estaban cancelados todos los vuelos a Italia, así que nos fuimos a Madrid y, tal y como hacían los que esperaban un salvoconducto en el bar de Rick para salir de Casablanca, tirados en una silla de Barajas esperamos nosotros la manera de llegar a nuestra luna de miel. El gozoso momento se produjo unas ocho horas después de lo previsto, pero había más: cuando al fin llegamos a Roma, el transfer al hotel que habíamos pagado no contaba con nosotros en su lista de viajeros. El hombre que sostenía el cartel de Viajes Iberia, tras simular incomodidad con una mueca (en realidad le importaba un pijo), nos invitó a tomar un autobús y luego un metro (y ya puestos, también un carro de heno, un patinete y un triciclo), guardar los tickets y pedir el abono a la agencia cuando estuviésemos de vuelta. “Sí, hombre, sí”, dijimos con acritud. Nos montamos en un taxi que nos dejara sin trasbordos en la puerta del hotel, guardamos el recibo y aún estamos esperando que Viajes Iberia nos lo abone, cosa que jamás sucederá.




Nos montamos en un taxi, sí, y digo la verdad si afirmo que a los dos minutos de iniciar el traslado a Roma, el shock mental que nos produjo enterarnos de la huelga, el cansancio por el horrible día de estar tirados en aeropuertos y el enfado por no tener transfer desaparecieron de nuestra mente. En el fondo, ¡qué buen rollo, los romanos! Gracias al taxista se borraron los malos tragos. Y se borraron de golpe, nunca mejor dicho. Esperé un golpe fuerte durante todo el trayecto: con el coche de enfrente, con el camión de al lado, con la moto del otro lado, con el quitamiedos de la autovía (el “metemiedo” de la “autostrada”)… Y ya por las calles de la ciudad, esperé el golpe contra los árboles, contra los bordillos, contra los abuelos suicidas que se lanzaban delante de nosotros para cruzar la calle… El taxista no estaba alterado, o al menos, no por esos hechos. Nos hablaba de lo divertida y bonita que es Roma, de su trabajo, de los turistas que han tomado el Trastevere y de los sitios buenos que conoce para comer bien y que nadie más conocía. Todo ello gesticulando alegremente con las dos manos, soltando durante interminables segundos el volante. El hombre era muy educado: mientras nos hablaba no dejaba de mirarnos a los ojos en señal de respeto y atención, en lugar de mirar hacia la carretera. Yo, sentado en el asiento del copiloto (el asiento de “la-palmo-fijo”), me agarraba al chasis del vehículo, echaba la cabeza hacia atrás y varias veces hice el gesto instintivo de pisar un freno imaginario con mi pie derecho, deseando que aquel fuera un coche de autoescuela con doble mando. Solo un momento de relax y alegría: en un atasco, en la Vía del Teatro Marcello, el coche no tuvo más remedio que detenerse. Miré a la derecha y de pronto vi la escalinata que asciende hasta la plaza del Campidoglio, cuyos edificios iluminados se asomaban a la noche romana. Luego pasamos por el caos del caos, es decir, por el requetecaos de la plaza Venecia, presidida por el “pequeño y discreto” monumento a Víctor Manuel II. Luego callejeamos hasta el río Tíber, imperceptible por la falta de luz, lo cruzamos y llegamos al hotel junto a la plaza Cavour.




Bajamos del taxi algo mareados pero sin mácula de cansancio, con buen aspecto, joviales y eufóricos por haber sobrevivido. En ese estado me siento siempre que viajo en avión y acabo de tomar tierra. Mucho más que vivo, vivísimo. Ya no había enfado con Viajes Iberia ni con la huelga. Ya no estaba indignado porque me hubiesen soplado unas cuantas horas de viaje y estancia en Roma. De haber salido todo bien desde el principio, habríamos comido a mediodía en la ciudad eterna, habríamos descansado en el hotel y ya estaríamos de vuelta en la calle, buscando monumentos y pizzas. Dejamos el equipaje, nos sacudimos la suciedad y salimos a dar un pequeño paseo. Nunca olvidaré ese primer paseo romano y la impresión de que de noche, en Roma, hay amplias zonas sin iluminar o con un alumbrado público muy tenue. Al poco de salir empezó a llover, otra facilidad, pero nos dio igual. Cruzamos el río en la oscuridad por el puente Regina Margherita, llegamos a la plaza del Popolo, bajamos por la Via Ripetta y terminamos cenando en un diminuto restaurante, casi en la esquina con Tomacelli y el puente Cavour. No tendría más de cuatro mesas y estaba decorado con buen gusto, sin alardes y sin estridencias. Se notaba que el dueño era un tipo culto, muy leído y muy viajado. Tendría sus sesenta años largos, barba blanca, y conversaba animadamente con los clientes de una de las mesas. Contaba batallitas una tras otra. Pudimos entender que había vivido en Alemania y también en España, en Barcelona. Cenamos bien aunque la factura se elevó demasiado. No importaba: ¡Ya estábamos en Roma!




Roma, el denso caldo sobre el que flotan de manera incierta fideos de tanto valor: majestuosos palacios con su punto justo de decrepitud, rotundas iglesias que parecen catedrales y que te salen al paso en cada callejuela, en cada plaza… De pronto unas enormes columnas del glorioso Imperio Romano, allá las ruinas de un templo y en otra esquina una preciosa fuente barroca. Ante tanta arquitectura y tanto arte, me daban ganas de hacer reverencias continuamente. Las hubiera hecho si no fuera porque en muchos casos, sabía que antes de un segundo un coche me podía barrer de un plumazo. Algunas de las obras más bellas del arte universal se encuentran separadas (o unidas) por uno de los mayores caos de ruido y contaminación que pueda sufrirse. Es muy recomendable viajar hasta allí y conocer esas obras in situ para completar el conocimiento de las mismas. No solo para admirarlas directamente, sino también para contextualizarlas. Por ejemplo, “boquiabiértico” y “ojiplático” frente al “éxtasis de Santa Teresa”, obra de Lorenzo Bernini que ocupa un pequeño escenario teatral en el lateral izquierdo de Santa María de la Victoria, lo estimé mucho más bello que en las reproducciones fotográficas. “Normal”, me dirá cualquiera. Es innegable que este tipo de obras se disfrutan mucho más en directo, pero mi impresión cobra más valor si tenemos en cuenta que para llegar hasta allí, hay que echarle cojones y cruzar la Vía 20 de Septiembre.




En esa misma calle dos años después, en 2006, casi se cargan a mi mujer: antes de cruzar miró a un lado pero no miró al otro, y de pronto salió de la nada un Alfa Romeo enorme, con los cristales tintados, que debía circular a no menos de 100 Km/h. Yo iba detrás de ella y me di cuenta a tiempo. Grité y mi mujer frenó en seco. El coche pasó a un milímetro sin reducir la velocidad ni alterar su ruta en lo más mínimo. Después de algo así, contemplas el “éxtasis de Santa Teresa” y debes abstraerte de todo para admitir que prefieres verlo en directo a hacerlo en una reproducción fotográfica, en la seguridad y tranquilidad de tu hogar. Es así. A pesar de todo y si no te matan, compensa. El tiempo parece detenerse ante la obra de Bernini: Santa Teresa recostada sobre un amasijo de paños que se agitan, el ángel que la mira con dulzura y sostiene la flecha, a los lados los espectadores de mármol en palcos teatrales comentando la situación, y detrás de la pared, a tan solo unos metros, las bocinas de los coches que colapsan la calle Largo Santa Susana en dirección a la Vía Barberini y que retumban en el interior de la iglesia, los conductores que expresan su impotencia contaminando de humo y ruido a todo lo que les rodea. Pura escenografía barroca y postmoderna.




Los romanos están a otra cosa, y esa cosa suele ser incompatible con la que te lleva a ti hasta su ciudad. Ese tipo de relaciones poco compatibles son siempre difíciles: es como si tú quieres dormir y tu vecino tiene ganas de tocar la batería. Los romanos no se dan cuenta y si lo hacen, tampoco les importa. Saben lo que tienen (se supone) y a muchos de ellos les da de comer, pero no les pidamos encima que dejen de atronar con sus motos, de apabullar con las estridentes sirenas de sus ambulancias, de aparcar sus “Smart” en todas las esquinas obstaculizando el paso. Todo va con el paquete y el paquete no deja der ser maravilloso. De mi primer viaje a Roma, en los primeros días de diciembre de 2004, recuerdo la rivera del Tíber llena de hojas secas, rojas, marrones y amarillas formando una extensa alfombra. La luz y el color del otoño junto al ambiente y el olor prenavideño. Los puestecicos de artesanía y dulces en la plaza Navonna, los de verduras y flores en el Campo di Fiore, la calma y recogimiento que se respira bajo la cúpula que Borromini trazó para San Carlo de las Cuatro Fuentes… Recuerdo ir buscando la Fontana de Trevi por una callejuela y, antes de llegar, antes de verla, intuirla muy próxima por el sonido de sus chorros de agua y por el enorme bullicio que la envuelve día y noche. Recuerdo no hacer cola para subir a la cúpula de San Pedro, por la mañana pero tampoco demasiado temprano. Estar allí sentados en el banco de piedra que rodea la linterna, respirando aire fresco y contemplando la columnata de la plaza a nuestros pies, el río y detrás toda Roma, con la bruma cubriendo los tejados y envolviendo cúpulas y campanarios. Recuerdo también hacer muy poca cola en los Museos Vaticanos, recorrerlos durante horas sin apenas detenernos, admirar las estancias que pintó Rafael y, al final, entrar sin codazos y disfrutar durante un buen rato de las pinturas de Miguel Ángel en la capilla Sixtina.




Dejaré para la siguiente entrada el resto de mis impresiones y recuerdos sobre Roma. En especial, la sensación que me provocó una de las plazas más impresionantes que he visto, por no decir la plaza que más me gusta en el mundo (de aquellas en las que he estado): la plaza de la Rotonda, la que se abre frente al Panteón de Agrippa. De día o de noche, inigualable. Sin ir más lejos aquí está, en la cabecera de este blog, la primera foto que le hice al Panteón en una húmeda mañana de diciembre de hace ya casi siete años. También acompaño aquí abajo la foto que tomé en el viaje de 2006, llegando a la plaza de la Rotonda desde el Largo Argentina. Continuaré.

lunes, 17 de octubre de 2011

"Mi no entender" (divagación socio-religiosa).


En primer lugar, cimentaré la reflexión de hoy (no es que tenga proyectado un gran edificio, una sólida construcción argumental, pero hasta la casa más humilde necesita cimientos para no acabar en el suelo): respeto todas las opiniones y creencias que se expresan con respeto y que no atentan contra la libertad de los demás. Ya. Con ese cimiento bastará.


"Mi no entender". Veo las portadas de periódicos como ABC, La Razón o El Mundo, y escucho declaraciones de reputadas voces políticas del ámbito centrista español al respecto de las protestas mundiales del 15-O, y me cuesta mucho entender que esas mismas voces se declaren mayoritariamente cristianas. Esto lo digo, además, como cristiano bautizado que soy, como persona que celebra la Nochebuena con júbilo (y con cierta melancolía), como "un Pedro" que no le hace ascos (al contrario) a las felicitaciones en el día de San Pedro.

No soy teólogo ni experto en cuestiones doctrinales de fe, pero últimamente me planteo la siguiente hipótesis: si Jesús estuviera en la Tierra ahora, en 2011, ¿estaría preocupado por el rescate a los bancos y por recuperar la confianza de los inversores? ¿Le interesarían los informes de las agencias de calificación, los puntos básicos de la deuda y la situación del mercado financiero? Yo creo que estaría trabajando en el cuerno de África, luchando contra la muerte de niños que no tienen alimento. Quizá estaría en cualquiera de esos inmensos campos de refugiados hostigados por la sequía, la violencia y la especulación, o tal vez estaría manifestándose pacíficamente en el "primer mundo", esperando que el bíblico "los últimos serán los primeros" se haga realidad. Muy probablemente estaría, manos en alto, hablando y agitando conciencias, porque hasta donde sé, Jesús se comportó así. A su manera fue un antisistema, algo recomendable si el sistema no sirve a las personas sino que se aprovecha de ellas. Si el sistema es injusto, hay que cambiarlo, y así lo entienden multitud de organizaciones cristianas como Intermón, Manos Unidas y Cáritas, entre otras de diverso credo. Claro, para los que creen que este sistema es jauja, que falicita la justicia y el equilibrio en el mundo, lo normal es que los que le ponen "peros" y matices sean poco menos que diablos emplumaos.

La Iglesia es grande y heterogénea, eso es evidente. Cada uno tiene su manera de entender y practicar la fe, cada cual tiene su opinión sobre los problemas y sus prioridades: la familia, los anticonceptivos, el hambre, el divorcio, el deterioro medioambiental, la injusticia... Y en cada uno de esos temas se decantará de un modo distinto a como lo pueda hacer otra persona. Los hay que tienen una visión aterradora de Dios como implacable juez de nuestros actos, y por ejemplo, quizá ellos tendrían que protestar todos los días por la destrucción del planeta, de la Creación (¿qué hará el calentamiento global, al fin, sino abrasarnos con sus llamas?). Los hay en cambio que tienen una visión del Dios comprensivo, que confía en el género humano y en su capacidad de obrar bien. Esos seguro que estarán trabajando para mejorar el mundo en la medida de sus posibilidades, sea ayudando a los pobres de su barrio, investigando y buscando nuevas vacunas en los laboratorios o colaborando en las partes más humildes de la Tierra... También se puede protestar pacíficamente, aun a riesgo de que nos llamen vándalos y extremistas. Aunque nos llamen a todos "perroflautas". No salgo de mi asombro. En este orden (desorden) de cosas, "mi no entender".

(La imagen de cabecera está tomada de Periodismo Humano. Una indignada (¿perroflauta?) de 95 años, protestando por el caos que nos rige).

domingo, 9 de octubre de 2011

Las cuentas del mal

Esa frase, aquella de “llevar cuentas del mal”, es bíblica. La he escuchado en bodas y misas varias, entre los textos de obligada lectura. Me gusta la estética de la frase aunque no, obviamente, lo que simboliza, que es el rencor, el resentimiento. Dentro del proceso de maduración de una persona, del paso hacia la edad adulta, está como condición necesaria la superación (o el intento, al menos) de algunos de los defectos típicamente humanos, de algunas de nuestras clásicas debilidades. Serían aquellas actitudes poco saludables, poco prácticas, simples y primarias. Procuro tomármelo en serio y, cuando me descubro a mí mismo atascado en tales lodos, de verdad que me sabe mal. Uno de esos defectos primarios y a la vez tan naturales en el hombre es el rencor, pero no es el único: la envidia, la vanidad, la inseguridad, el egoísmo… No molan pero a veces nos pillan con la guardia baja, en baja forma, cansados o directamente encabronados. Toman rápidamente posiciones en nuestra cabeza, ocupan por un rato nuestro ánimo y hasta nos cambian el sabor de la boca. La verdad, me resulta molesto.

En los últimos meses he estado metido en un asunto muy bonito y muy costoso; el que me conoce ya lo sabrá porque lo he repetido mil millones de veces. He estado recopilando la historia de mi equipo del alma, el Club Baloncesto Murcia, localizando y entrevistando a algunos de sus protagonistas en el pasado, buscando información y tratando de difundirla de la mejor manera posible en Internet. El proceso concluyó con la autoedición (gracias a mi mujer) de un libro que recoge y guarda todo este trabajo para la posteridad. En el camino he ido recibiendo constantes palabras de agradecimiento y de ánimo por parte de mucha gente: de los mismos personajes que entrevisté, desde dentro y fuera del baloncesto, de personas directa o indirectamente conocidas y de gente a la que ni siquiera conozco en persona. Es muy satisfactorio y hace que cualquier esfuerzo merezca la pena. La última estación ha sido la presentación del libro, el pasado día 6 de octubre, en FNAC, y hasta ese último momento he ido sumando nuevas muestras de afecto y reconocimiento. Las menos han venido de parte del propio club, de su actual equipo directivo. Con las menos quiero decir que el agradecimiento y el afecto ha sido nulo, inexistente. Y claro, yo quiero ser maduro pero no dejo de ser humano y, por tanto, no dejo de ser imperfecto por naturaleza (de ahí que cuando erramos decimos aquello de “somos humanos”). En resumen: me ha entrado la mala leche y el rencor.

El problema viene al asociar sin remedio al actual equipo directivo del CB Murcia con el propio CB Murcia, con esa institución a la sigo y apoyo desde que era un tierno zagal, cuando eso de la maduración solo me remitía al estado de la fruta. Ahora que el que madura soy yo, me veo sintiendo una buena dosis de rencor hacia el club de mis amores. Ahora me duele haber hecho algo de lo que hasta ayer me enorgullecía: de haber estado pagando mi abono durante los cuatro últimos años, cuando gozaba de un pase de prensa gratuito y no necesitaba el abono de pago. Habré soltado cerca de 500 euros en este tiempo, mientras iba dejando el carnet a unos y a otros, tratando de ayudar al club y de difundir el baloncesto. Valiente locura, pienso, ahora que siento el resentimiento de un amante despechado.

Dicen los que entienden que la insatisfacción se transmite con más alegría que la satisfacción, aunque dicho así, suene contradictorio. Imagino que lo habréis oído otras veces: un cliente insatisfecho rajará de tu negocio varias veces más de las que lo alabará un cliente satisfecho. Como especie, lo que más nos gusta es rajar y quejarnos, y nos gusta incluso sumirnos en el resentimiento. Por eso, quizá, hay más canciones de desamor, más películas dramáticas, más libros tristes… Como decía antes, no me gusta nada embarrarme con tales sentimientos. Cuando contemplo desde fuera a una persona que los tiene, esa persona me da cierta pena. Sentir resquemor, llevar cuentas del mal, no mola nada y es una pérdida de tiempo. Hay quien solo confía en eso, en el tiempo, como sanador de tal dolencia. Yo confío en mi cabeza y en el sentido común. También en el sentido práctico que tanto me enfada a veces, pero que en otras cosas es absolutamente necesario. No es práctico sentir rencor, no satisface. Algo de razón tenían los filósofos estoicos, aunque al final se pasaran de rosca.

Este fin de semana ha empezado la liga ACB. Por primera vez en 23 años, he escogido voluntariamente otra actividad en lugar de a ir ver en directo a mi CB Murcia. Vaya, resulta que esa otra actividad es verlo por la tele, qué cosas… He dejado actuar al rencor durante un rato y cuando ha empezado el partido el que ha actuado he sido yo. Me he levantado un par de veces del sofá, he reprimido algún grito y he discutido decisiones arbitrales como si el colegiado pudiese oírme. Le he reprendido por su poco criterio y he vuelto a sentarme. Dejar de ir al Palacio es algo que jamás pensé que haría, es un acto de rencor, de cabezonería. Es poco práctico y primitivo, pero aunque muchas veces me joda, he de reconocer que soy un ser humano.


Crisis de valores y de sistema.