martes, 15 de noviembre de 2011

PERIODISMO


Cuando somos pequeños, y en lo que se refiere al oficio que (supuestamente) nos dará de comer en el futuro, todos tenemos nuestros sueños y nuestras expectativas. Es bonito porque la inocencia, además de hacerte bueno por naturaleza (y libre de prejuicios, y desnudo de vergüenza), también evita que pienses en el largo y difícil camino que media entre tus deseos y la consecución de los mismos. ¿Para qué? Dices aquello de “cuando sea mayor, seré…”, le añades lo que quieras y te visualizas en el futuro con el sueño hecho realidad, sin calibrar obstáculos, coyunturas socioeconómicas, agencias de calificación (hace poco no sabía ni que existían), periodos de aprendizaje, consejos, recomendaciones, profesores, exámenes ni nada por el estilo. Existen oficios bastante típicos a los que los niños de mi generación siempre recurrían: astronauta, bombero, futbolista y, en un claro síntoma de excesiva exposición al cine norteamericano, vaquero y/o soldado y/o superhéroe. Una vez dicho tu deseo en público, a veces llegaba un mayor y te recomendaba otras profesiones que a ti te parecían aburridas, como abogado o dentista, pero que al mayor de turno le resultaban más convenientes. ¡Qué manía con querer robarles la inocencia a los críos! Lo peor es que cuando se la quitamos, no es para quedárnosla. Si fuera así también estaría mal pero al menos tendría sentido. Se la robamos para tirarla a la basura y joder el invento. ¡Ay! Mayores…

Entre los deseos de los niños de hoy, creo que la única profesión que se mantiene respecto a las de mi generación es la de futbolista. Y en cuanto a las recomendaciones que les hacen los mayores de hoy… Ni idea, supongo que hacer cola en el INEM resta bastante imaginación sobre cuáles pueden ser los oficios con futuro. La verdad, yo de crío jamás quise ser astronauta porque las alturas me daban miedo, y tampoco quise ser bombero por igual motivo (eso de subir por una escalera muy alta) y porque tenía bastante asumido aquello de que con el fuego no se juega. Sí que quise ser futbolista, pero me duró poco menos de un año. Después y durante más tiempo, quise ser jugador de baloncesto; el problema es que salvo cierta destreza en la acción de lanzar a canasta, en lo demás era un paquete de grandes proporciones. Me imaginé arquitecto hasta que descubrí que además de saber dibujar, había que controlar las matemáticas, y no es que dibujando fuera la leche pero es que en mates era un cero a la izquierda (qué malo sería en matemáticas que hasta hace poco no entendía el porqué de esa expresión). Siendo ya un mozo preuniversitario y reincidiendo en mi ciego auto-concepto de buen dibujante (con categoría casi de delito), quise ser artista. Luego quise ser profesor de Historia del Arte y luego quise ser guía turístico, y eso es lo que soy. A pesar de todos los problemas y después de haber trabajado en muchos y muy variados oficios, el mundo de la cultura salió al rescate y por ello bendigo mi buena suerte: acumulo ya diez años de experiencia como trabajador de museos (siete de manera ininterrumpida) y seis como guía oficial de turismo. Nunca he cobrado mucho, pero cubiertas las necesidades básicas de mi familia, prefiero medir mi riqueza en términos de felicidad y bienestar que en términos de acumulación monetaria (ya sea “en cash” o en objetos que no necesito). Espero que esto no suene a pose estética ni tampoco a conformismo, estoy siendo sincero.

Ahora daré sentido al título de esta entrada: el viernes pasado (11 del 11 del 11), me llamaron por teléfono desde la Universidad Miguel Hernández de Elche: tras avanzar de manera inesperada en la lista de espera, valga la redundante contradicción, resulta que me han admitido como estudiante de 2º ciclo de Periodismo. Hace unos meses, en un impulso extraño motivado en parte por el “plan Bolonia”, decidí echar papeles y probar con la última bala antes de que los grados borrasen mi opción de estudiar otra carrera universitaria y trabajar al mismo tiempo. Finiquitados ya los segundos ciclos en la UMU, la única posibilidad era la UMH, y cuando me enteré de que no me habían admitido, la verdad es que me dio un poco de pena. Por ese motivo tardé unos segundos en reaccionar al escuchar a una mujer preguntándome si me interesaba ocupar la plaza vacante. Le dije que sí y nada más colgar, retrocedí mentalmente hasta mi infancia. Hasta ahora en este texto lo había omitido, pero si algo quise ser de mayor cuando era pequeño, es periodista.

En mi casa (la de mis padres) siempre seguíamos la actualidad. Se compraba el periódico a diario, principalmente de tirada nacional (Diario 16, El Sol, El País…), veíamos el Telediario, Informe Semanal y Documentos TV, se escuchaba la radio (RNE y la SER sobre todo), se comentaban las noticias y no pocas veces había debate. Recuerdo que me gustaban mucho las películas en las que aparecían periodistas, como Al filo de la noticia, Historias de Filadelfia, Vacaciones en Roma… Y hacía cosas que quizá no sean tan extrañas en un crío: fabricaba televisores con cajas de cartón para meterme dentro y presentar informativos, grababa programas de radio en cassetes (los que hacía en verano con mi amigo Antonio no tenían desperdicio, eran auténticas idas de pinza) y hasta creé mi propio periódico: se llamaba “El Mundo”, y ojo, ese nombre se lo dí mucho antes de que apareciera “Pedro Jota” con el suyo. Precisamente, hace poco encontré una vieja portada fechada en el futuro (año 2020 o así) y el día venía muy cargado de noticias. El primer titular era para anunciar que el hambre se había erradicado en el planeta; el segundo informaba de la llegada del ser humano a Marte; el tercero tenía menor alcance informativo pero para mí era tan trascendental como el resto: el CB Murcia iba a jugar la final de la ACB por primera vez en su historia (aunque según se contaba en mi periódico, el club murciano ya había ganado alguna Copa del Rey). Esa portada la hice cuando tenía doce o trece años, o sea, que por entonces ya estaba bastante colgado. Durante toda mi vida no he dejado de escribir (unas veces más y otras menos) sobre temas de actualidad que me preocupan o me interesan, opinando o reflexionando.

Habrá quien se pregunte la razón de que no haya estudiado antes Periodismo. Yo también. Cuando acabé COU, el único lugar cercano para hacer esa carrera era Madrid y la nota de corte del año anterior había sido alta. En Selectividad no llegué a alcanzarla, en parte (paradojas de la vida) por un error que cometí justo en el examen de Arte: dejé dos láminas sin comentar porque no le dí la vuelta al folio y no me enteré de que tenía que hacerlas (qué palomo fui). De un 7’5 que podía sacar como máximo, saqué un 7. Está genial, pero pudiendo haber sacado un 9, ya veis lo que me bajó la media final. Aun así y por si acaso, fui a Madrid a echar los papeles de la preinscripción (me acompañó mi hermana Sofía). Ese día pre-veraniego de 1995 hacía un calor de cojones en la capital, y reconozco que no me gustó lo que ví: aquello era todo enorme, largas distancias, mucho metro, mucha gente y una facultad de periodismo que bien podría ser escenario de una película de terror, con sus tubos por los techos y sus largos e inquietantes pasillos. Juro que eso lo pensé antes de que Amenábar estrenara su primera peli, Tesis, ambientada allí mismo. El caso es que cuando aún no sabía si me habían admitido por Periodismo en la Complutense (no llegué a comprobarlo después) salió la lista de admitidos por Bellas Artes en Valencia y allá que me fui, a un sitio más parecido a Murcia y con el mar visible desde mi piso. El resto ya lo he contado, y aunque entre medias tuve alguna ocasión de retomar el sueño del Periodismo, la vida me llevó por otros derroteros.

Remato: al final me he liado la manta a la cabeza con este tema y no sé cómo podré hacerlo entre el trabajo y la crianza, pero lo voy a intentar. Ya he hecho mis pinitos en el sector durante los últimos cuatro años, colaborando como redactor en BasketMe.com y elaborando un trabajo sobre el 25 aniversario del CB Murcia que finalmente he podido llevar al papel sin ayuda de nadie (y en especial, sin la ayuda del propio club). He sido locutor de partidos de baloncesto para Pasión Deportiva Radio durante un año y he podido descubrir que también me gusta ese medio. Me he reafirmado en muchas de las cosas que pensaba sobre esta profesión y no he dejado de incidir en las cosas que no me gustan. Creo que el oficio de periodista es claramente vocacional. Creo que la honestidad de un periodista debe ser inquebrantable, que debe luchar por su independencia respecto de las presiones políticas o económicas y que su misión es servir a la sociedad por encima de cualquier otra consideración. Creo que todas las profesiones se deben ejercer con responsabilidad, pero si hay profesiones donde esa máxima se debe llevar hasta el extremo, el periodismo es una de ellas. He sido y soy muy crítico con el periodismo porque no pocas veces he visto en los medios una nauseabunda falta de independencia. He visto servilismo y en el mejor de los casos, sensacionalismo, morbo y pura tontería. Un periodista no debe decir cualquier cosa, no debe servir a otro interés que el de la información veraz y debe ser lo más objetivo posible. Por supuesto que soy un principiante y aún no sé nada, pero con todo esto que he dicho, confío en tener al menos la base necesaria. También sé que el sector está mal en muchos sentidos, pero no mucho peor que otros sectores. Haré lo que pueda como buenamente pueda, y el que hace todo lo que puede (y con ilusión) no está obligado a más.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

CURB YOUR ENTHUSIASM - LARRY DAVID (De comedias televisivas. 3ª parte)


Para acabar con las entradas dedicadas a la comedia televisiva, hoy hablaré de una serie que en verdad se llama “Curb your enthusiasm”, pero que en España recibe el nombre de su creador y protagonista principal: Larry David. Desconozco la razón de este tipo de cambios o adaptaciones de títulos, pero bueno, los españoles somos así. En un intento de traducción literal del título original al castellano, debería llamarse “Frena tu entusiasmo”, “Relájate un poco” o, en un lenguaje más actual, “No te flipes”.

Larry David: escritor, humorista, irreverente.
CYE (siglas del título original) me llegó también por consejo familiar y, siendo quizá más “dura” que The Office, me entró más rápidamente. A esto pudo ayudar el hecho de que la serie de Michael Scott y sus subordinados me hubiera ayudado a superar la “depre-post-Friends”, lo que me dejó ya mentalmente preparado para afrontar el choque directo con las paranoias Davidianas (algo así requiere preparación). Como decía el otro día, The Office y CYE me gustan por igual, me gustan mucho y, siendo distintas, ambas tienen en común su carácter rompedor y novedoso junto con un humor fino, irónico y por momentos surrealista, además de que las dos prescinden de las risas que solemos escuchar de fondo en casi todas las comedias de la tele (generalmente tampoco me importa mucho lo de las risas). Siguiendo con la comparativa en otros aspectos (que no se inclinará a favor de alguna de las dos sino a favor de ambas), The Office tiene como principales novedades el concepto y la temática pero con una manera de hacer un poco más clásica, mientras que CYE tiene una temática algo más tradicional pero aporta una novedosa manera de hacer.


Jeff Green (Jeff Garlin) y Larry David: juntos son pura comedia (separados también).

Me explico: como dije el otro día, en The Office asistimos a un falso documental sobre la vida cotidiana de los trabajadores de una empresa cualquiera, en la que los actores unas veces interactúan con la cámara y la miran directamente, y otras se sumergen en sus quehaceres y sus problemas olvidando que les graban sin parar. Esa presentación de la serie como algo que no es una serie, creo que es bastante rompedora. Además de buenos actores y buenos directores, detrás de todo ello existe un elenco de grandes guionistas que se reúnen y que exprimen sus cerebros al unísono para crear ese inmenso y divertidísimo universo de personajes, líneas argumentales y diálogos, que luego los actores deben memorizar e interpretar de una manera más o menos tradicional (aunque siempre puedan aportar cosas de su propia cosecha). Por su parte, en CYE asistimos a una serie sin el planteamiento de falso documental, es decir, que al igual que en las series convencionales, aquí la cámara no existe y no es visible para los protagonistas. Gracias a ello nos podemos colar en la vida “cotidiana” de Larry David interpretándose a sí mismo, y pongo entre comillas lo de “cotidiana” porque si alguien tuviera una vida así, seguro que saltaría por la ventana.

En algún fregado se ha metido/se está metiendo/se va a  meter Larry David.
La gran novedad de CYE, según yo lo veo, se encuentra en la manera de hacer detrás de las cámaras: aquí no hay un grupo de guionistas ni tampoco hay diálogos escritos en un papel, lo “único” que hay es un genio creador como Larry David, que se sienta a escribir la historia para un episodio durante días (no sé cuántos), y que plasma esa historia en un relato muy detallado de hechos y situaciones pero sin una sola línea de diálogo. Sabiendo eso de antemano y viendo la serie, viendo las movidas en las que se mete este buen hombre, viendo las conversaciones que mantienen los personajes entre sí y la manera de interpretar de los actores, para mí CYE adquiere un valor excepcional y se convierte en una serie televisiva realmente singular. Es que la cosa tiene miga: Larry David no les da a los actores un papel con el diálogo que tienen que memorizar, sino que les plantea la escena como en un cuadro, y les dice el lugar de partida y el lugar al que se debe llegar. Todo sale después de manera más o menos natural, fruto de la improvisación en cuanto a las palabras concretas que deben conducir a la historia al lugar que quiere su creador. No entiendo mucho de música, pero CYE podría equipararse al Jazz: cada capítulo es una pieza que pareciendo 100% improvisada o 100% premeditada, realmente no es ni una cosa ni la otra. Hablando de nuevo de The Office, me encantaría estar presente (sin molestar, en silencio) en una de esas reuniones de guionistas y poder contemplar semejante maquinaria creativa en acción, y hablando de CYE, me encantaría poder leer uno de esos textos de ocho o nueve páginas escritos por Larry David que, llevados a la práctica de manera tan brillante, genera un episodio en su falsa vida cotidiana.

Larry David junto a su mujer en la ficción: Sheryll David (Sheryll Hines).

Cuando hablamos de CYE y de su temática, nos referimos a la vida de Larry David. ¿Qué hay de verdad y qué de ficción en la serie? Salta a la vista que la vida de este hombre no puede ser así porque, tal y como he dicho antes,  es imposible que a una misma persona se le planteen todas esas rocambolescas situaciones y que no quiera suicidarse o retirarse a un monasterio. Vayamos a la parte real: Larry David interpreta a Larry David de verdad, en cuanto que escritor y humorista. Salido de Brooklin y co-creador de Seinfield, antes de su gran éxito televisivo Larry se ganaba la vida mal que bien como cómico de monólogos en los clubes neoyorkinos, y según él mismo admite, cocinó muchos de sus shows desde el recelo y casi el odio abierto hacia la gente rica. Mientras iba por las calles de la gran manzana pensando en qué momento cruzaría la línea de la pobreza, anticipando el día en que se quedaría sin un centavo y tendría que vivir como un sin techo, Larry contemplaba cajeros automáticos, portales de edificios y rincones donde tal vez podría llegar a hacerse un hueco y tener su hogar. Ver a este hombre en un monólogo en aquellos años debió de ser toda una experiencia. Según cuentan, siempre prescindía de los formalismos sociales, del “hola, buenas noches, cómo están ustedes” y del “gracias por venir”. De hecho, alguna vez se marchó del escenario nada más subirse en él, porque no le parecía que la atención del público fuera la que él estimaba o por dios sabe qué paranoias más. Realmente peculiar.

Susie Green (Susie Essman): maldiciendo a Larry David  y a su marido Jeff por una trastada que han hecho los dos.

Judío en la teoría e irreverente en la práctica, Larry David me recuerda a veces a Woody Allen y a sus cosas, a sus ideas sobre la vida y la gente, sobre las relaciones entre las personas, sobre los tópicos y los convencionalismos. Tiene firmes convicciones y si cree que algo no es justo o no entra en su lógica, es capaz de defender su postura hasta las últimas consecuencias. La verdad es que en cada capítulo le pasa de todo… La estructura de los capítulos es aparentemente anárquica: se abren varias historias una tras otra, sin conexión entre ellas, y por en medio además ocurren hechos que pueden tener importancia en el desarrollo posterior de los acontecimientos o no tenerla. En un momento dado las historias se entrecruzan y finalmente sucede como en el juego de ir hinchando un globo poco a poco y pasárselo al de al lado: el globo (casi) siempre le explota a Larry David en la cara. No pocas veces le maldicen y le insultan, y todo por meterse en berenjenales, ya sea por voluntad propia, por voluntad de terceros o por la fatalidad del destino. Larry David es el protagonista, pero junto a él intervienen varios personajes habituales además de un elenco de secundarios de lujo, muchos de ellos actores de primera fila que se interpretan a ellos mismos y que seguramente se parten el culo en los rodajes. Los habituales son Cheryll David (Cheryll Hines), que es su esposa, Jeff Green (Jeff Garlin), que es su representante, Susie Green (Susie Essman), que es la mujer de aquel, y Richard Lewis, humorista amigo de Larry y que hace de él mismo. También salen bastante Ted Danson y su mujer haciendo de ellos mismos. Apréciese que el que no se interpreta a sí mismo, al menos sí conserva su nombre de pila original, igual que en The Office. A lo largo de las siete temporadas emitidas han salido un montón de personajes famosos, todos con papeles geniales: Mel Brooks, Martin Scorsese, Shaquille O’Neal, Ben Styler, David Schwimmer, Christian Slater, Joe McEnroe, Meg Ryan y hasta Pau Gasol, que aparece de pasada mientras Larry está viendo un partido de los Lakers en el Staples Center. Y por supuesto, también aparece todo el reparto de Seinfield con Jerry Seinfield a la cabeza. En los episodios de CYE se retrata la vida de la alta sociedad de Los Ángeles, las fiestas y las frivolidades que tanto odio despertaban en aquel joven cómico neoyorkino que se dedicaba a los monólogos. Con ese escenario y semejante interlocutor, está claro que hay mucha, pero que mucha miga encerrada en Curb your enthusiasm, muchos momentos memorables y cierto carácter minoritario o alejado de las grandes producciones, lo que le da un toque de “comedia de culto” o “de autor” bastante atrayente. Por no hablar de su atrevimiento en muchos temas, su lenguaje en ocasiones duro y su estilo abierto y crítico, lo que hace que mire a la HBO (Home Box Office) con muy buenos ojos. Detrás de las cámaras también hay buenos profesionales, como Bob Weide o David Steinberg, quienes también participaron en Seinfield o en Friends.

Larry y su amigo y humorista Richard Lewis: discuten igual delante y detrás de las cámaras.

Una última recomendación en cuanto a comedias televisivas es “The Big Bang Theory”, una serie muy buena pero que, al llegar justo en el apogeo de The Office y CYE, no he visto detenidamente. Es muy buena aunque responda de manera más fiel al sentido de comedia tradicional: escenarios, diálogos escritos (muy buenos) y risas de fondo. También es divertida, con su punto ácido y unos personajes muy interesantes, en especial el de Sheldon Cooper (Jim Parsons), un físico teórico superdotado, friki y de carácter muy anguloso. Hay que verla.

Otro pieza de los buenos en "Big Bang": Sheldon Cooper  (Jim Parsons).


domingo, 6 de noviembre de 2011

The Office (De comedias televisivas, 2ª parte)


Michael Scott anunciando algo a sus subordinados en The Office


El otro día reconocí mi querencia natural por la comedia televisiva. Salvo algunas otras cosas concretas como los partidos de baloncesto (no los puedo ver todos, aunque quiera), las noticias (solo cuando estoy de buen humor y me apetece aguantar los desastres del mundo) y, en mi situación actual, los dibujos animados (lo que más veo en la tele desde hace cinco años a esta parte), cuando mi culo se sienta en el sofá y mis ojos miran a la caja tonta, lo único que me apetece ver es comedia. Comedia “buena”, o lo que yo entiendo como tal; comedia que se amolde bien a mi sentido del humor. Desde hace unos tres años mantengo una relación estable con “The Office”, y en el último año y medio se ha sumado “Curb your enthusiasm”, demostrándome que puedo amar a dos series de humor a la vez y con igual ímpetu; que puedo verlas muchas veces indistintamente, que puedo reírme mucho con ellas y, además, admirar a sus creadores, guionistas, productores y a toda la gente implicada en la construcción de una obra maestra de la comedia (o de dos obras maestras, como es el caso). No puedo ocultar mi entusiasmo, y a veces, cuando hablo a terceras personas de estas dos series en presencia de mi mujer, mi susodicha mujer (y quizá también esa tercera persona) piensa que estoy como un puto cencerro. Tal es mi vehemencia al repetir diálogos, al interpretar segundas intenciones del guión, al comentar gestos, indumentarias, líneas argumentales y hasta enfoques de cámara.

Michael Scott y su ya famosa taza de "el mejor jefe del mundo" (que él mismo se compró).

La serie The Office, de la NBC, es fruto de la adaptación a la televisión americana que ha hecho Greg Daniels (quien también ha participado en Los Simpsons) de la serie original creada por Ricky Gervais (otro pieza de los buenos) para la BBC inglesa. A mí me la recomendaron en el seno familiar y reconozco que no me entró a la primera. The Office tuvo la mala fortuna de llegar justo después de Friends y eso es duro, es como jugar al baloncesto detrás de Michael Jordan. Su concepto, de entrada, choca: está rodada como si se tratase de un documental sobre la vida diaria de una empresa de distribución de papel, y por tanto no hay espectadores en el plató ni risas enlatadas; las cámaras se mueven mucho y hacen bastante uso del zoom, interactúan con los personajes y regularmente tienen momentos de intimidad individual con cada uno de ellos, donde el personaje en cuestión se sincera a los creadores del falso documental y les cuenta aspectos de su trabajo, de sus compañeros y de su vida; el asunto de la serie (y del falso documental) es tan cotidiano que al principio dudas de que pueda salir de ahí algo divertido; los actores son “demasiado normales” e incluso feos físicamente en la mayoría de los casos, algo poco común en televisión, y el lugar en el que se desarrolla la acción, más allá de las paredes de la oficina, es una pequeña y nada glamurosa localidad del estado de Pensilvania; encima, en el primer capítulo hay muchos momentos de silencio, todos ellos incómodos… Podría decirse que de ser una situación real, de entrar real y personalmente en esa oficina y echar un vistazo, lo único que querrías hacer es salir corriendo de ahí cuanto antes.

Michael y Dwight realizando alguna de sus clásicas investigaciones.

“Esto no me convence”, pensé, pero guiado por mi fe ciega en las recomendaciones familiares, insistí en verla y poco a poco las situaciones incómodas y cada vez más divertidas se fueron multiplicando. Los personajes se fueron enriqueciendo individualmente y fueron enriqueciendo la química del grupo y de sus relaciones cruzadas. Esa química fue en aumento y los guiones explotaron antes que canta un gallo desatando una infinita variedad de panoramas, a cual más sorprendente y rocambolesco. Después de cinco o seis capítulos, básicamente la primera temporada, un servidor estaba totalmente enganchado y para la segunda temporada ya era un auténtico fan. Hay que decir que en medio de las situaciones cotidianas desternillantes y también inverosímiles que se van dando en The Office, la serie se inicia apuntando a uno de sus ejes principales a lo largo de años sucesivos, un tema que siempre engancha al personal: la historia de amor (no correspondido al principio, claro) entre dos personajes, algo similar al amor entre Ross y Rachel en Friends. Él está colado por ella, y ella está prometida con un pedazo de ceporro que trabaja en el almacén de la misma empresa de papel. El “enganche” está asegurado aunque solo sea por los múltiples avatares salen al paso de esta relación de amistad y amor encubierto, relación que te mantiene en vilo y de la que esperas lo que antes o después debe llegar. Pero ni mucho menos es lo único que te deja a cuadros en The Office.

Dwight con el cartel que se hizo a sí mismo para pedirles un aumento de sueldo a sus jefes.


Siendo una obra bastante coral, el auténtico eje central de The Office, su piedra angular, es el jefe de la sucursal de Dunder Mifflin en Scranton, Michael Scott (Steve Carell), que tras siete temporadas ha decidido terminar su participación en la serie la primavera pasada. Aún no he visto nada de la octava temporada y tengo mucha curiosidad por saber cómo salen del paso sin el alma del grupo. La habilidad de los guionistas de The Office para trazar una personalidad como la de Michael Scott y además convencernos de que puede existir una persona así, de hacer que un espécimen así sea verosímil, es digna de un enrome monumento creativo. El tipo es complejo, por decirlo de algún modo. Es al mismo tiempo brillante e idiota perdido, ruin y noble, egoísta y generoso. Es un puñetero desastre como gestor, es gandul e insensato, y sin embargo lleva a su empresa a las más altas cotas de ventas. A veces sientes pena por él, otras veces querrías darle un abrazo y la mayoría del tiempo solo quieres darle una patada en el culo. Las únicas virtudes de Michael Scott reconocidas a lo largo de toda la serie son su habilidad para el patinaje sobre hielo, sus dotes como cantante y su facilidad para cerrar una venta colosal como si nada. De hecho, es como si esto último pasara a pesar de él, casi sin querer. A su lado (también a su pesar) está Dwight Schrute (Rainn Wilson), otra persona que, de existir realmente, te daría tanto miedo como ganas de irte de cañas con él. Atrae y repele a partes iguales. Propietario de una granja de remolachas, número uno en ventas de papel, friki del trabajo y friki en general, duro, imperturbable, disciplinado hasta el extremo, apasionado de Harry Potter, Battle Star Gallactica y El Señor de los Anillos, ayudante voluntario del Sheriff del distrito, conocedor de todo lo concerniente a osos y otros animales, versado en mil materias… Dwight es una auténtica pieza de museo. Después de servir a su jefe y amigo Michael Scott, tiene dos objetivos: ser el director regional de la oficina y deshacerse de su compañero Jim Halpert. Bueno, y también reconquistar el amor de Angela Martin, del departamento de contabilidad, en la segunda historia de amor de la serie que es una auténtica mina de oro, porque la tal Angela es también para echarle de comer aparte.

Jim y Pam: la primera historia de amor de la empresa Dunder Mifflin.

Jim y Pam son los enamorados. Pam es la recepcionista de la empresa y como dije antes, al inicio de la serie estaba comprometida con Roy, trabajador del almacén. Desde el principio se ve que en el fondo, Pam está coladita por Jim. Aunque no se atreve a dar el paso, se divierte y disfruta de la compañía y la conversación de Jim más que la de su novio. Por su parte Jim es un joven desmotivado en un trabajo que no soporta, un chaval divertido, sarcástico y bromista pero algo gandul: el típico payasete liante del colegio. La sucesión de bromas que le gasta a Dwight, muchas de ellas con la complicidad de Pam, es para enmarcar. El otro protagonista es Ryan, un joven estudiante de empresariales que llega a la oficina en el primer capítulo, a través de una empresa de trabajo temporal. Ryan tiene aires de grandeza, quiere llegar lejos y aunque no logra cerrar ni una sola venta en su periodo como becario, asciende de manera fulgurante en la compañía. En un suspiro y gracias a “los de la central”, Ryan pasa de ser el último mono a ser el directivo superior a Michael Scott y a trabajar en la central de la compañía, en Nueva York. Amado y admirado por Michael desde que llegó a la empresa, Ryan se transforma en el típico joven ejecutivo agresivo, soberbio, que se cree que lo sabe todo y que está de vuelta en el mundo de los negocios. También cae en las tentaciones del dinero, la droga y las mujeres y acaba cómicamente del mismo modo en que empezó, como becario en la sucursal de Scranton. Además de los citados, en The Office hay más personajes importantes y, antes o después, todos tienen su momento: Andy Bernard (Ed Helms) llegó en la tercera temporada y es un personaje perfecto para generar millones de situaciones cómicas con los demás, y sobre todo con Dwight. Luego están Toby, Kelly, Phillis, Kevin, Óscar, Stanley, Meredith, Darryll, Jan…  Y uno de mis favoritos: Creed Bratton. Creed es el abuelo de la oficina, un personaje excéntrico y que además, mentalmente parece estar bastante desequilibrado. Tiene un pasado oscuro y unas aficiones extrañas y misteriosas. Sus intervenciones en la serie justificarían por sí solas el refrán aquel de “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Otra cosa curiosa es que (casi) todos los personajes de la serie tienen el mismo nombre que en la vida real, aunque diferente apellido.

Creed Bratton: "Cuando Pam herede la vieja silla de Michael, yo heredaré la silla de Pam y tendré dos sillas. Ya solo me quedará una". A saber qué cojones quería decir Creed con esa frase. Nadie lo sabe.

Según contaban en un reportaje los guionistas de The Office, con Greg Daniels a la cabeza, el éxito de la serie residía (además de en su carácter novedoso, en los guiones perfectos y en los buenos actores bien dirigidos) en la dinámica de trabajo creada: tras las reuniones de ideas entre los guionistas, donde se van trazando las líneas argumentales básicas, uno de ellos es el encargado de “llevarse” el material aportado por todos y escribir el episodio. Después, ese guionista permanece en el plató durante las sesiones de grabación y mantiene un contacto directo con los actores, a los que deja “juguetear” con los diálogos, les da libertad para aportar ideas e incluso improvisar. Una vez que los actores han sacado el jugo a los diálogos y han aportado e improvisado, casi siempre se vuelve al guión escrito previamente pero dándole un aire más fresco y espontáneo, que al final parece fruto directo de la improvisación. The Office es una comedia así: es fresca y está llena de sarcasmo, de ironía… En ciertos momentos se nota el espíritu crítico de sus guionistas y productores, la mentalidad abierta y la genialidad que nos regalan algunos norteamericanos, y que hacen que a veces tenga que reconocer lo mucho que les admiro (a esa clase de norteamericanos, claro). Nadie lo puede hacer mejor.

Ryan: tan pronto asciendes como vuelves a bajar.






jueves, 3 de noviembre de 2011

De comedias televisivas (1ª parte)



Es estupendo eso de tener muchos hermanos mayores, porque siendo crío (y también siendo ya mayor), en temas como el cine, la música, la literatura o la televisión, es como tener muchas cañas de pescar puestas hacia el mundo exterior. En mi casa (la de mis padres), cuando vivíamos todos juntos hace unos cuantos años, cada uno se traía sus cosicas de fuera. Luego ya si esas cosas te gustaban o no, eso era otro cantar. En lo tocante a televisión y en el tema concreto de las comedias televisivas, allí casi siempre había quórum. Quizá fuera por cuestiones genéticas y por apreciar el cachondeo de manera natural, pero desde aquellos lejanos tiempos de la uno y la dos, del himno de España y de la carta de ajuste a la medianoche, recuerdo las reuniones en torno a las chanzas verdosas de Benny Hill, las vicisitudes de aquel matrimonio británico al que llamaban Los Ropper, la divertida convivencia de Las chicas de oro, los variopintos personajes que rondaban el bar de Cheers y el hilarante choque cultural de Will Smith con sus tíos y sus primos pijos de Bel Air. En tiempos más recientes hemos disfrutado de las paranoias de Jerry Seinfield y sus amigos, y de las de Fraisier con su padre, su hermano y los oyentes de su programa radiofónico de ayuda psicológica. Estas dos no las seguí de manera regular en su momento, pero poco a poco intento enmendarlo. Son muy buenas.


He nombrado comedias televisivas norteamericanas y británicas. Quizá con menos pasión, también me he divertido y me divierto con producciones españolas como “Siete vidas” (claramente inspirada en ritmo, acidez y frescura en la serie americana que reservo para el siguiente párrafo), Los Serrano (me gustaba hasta que se les fue la pinza y empezaron a cagarla, por ejemplo con el grupo musical de los críos y otras chorradas fuera de lugar), y Aquí no hay quien viva, que diría que es la mejor comedia española de televisión. Sin embargo, nunca compartí el entusiasmo por Farmacia de Guardia (me parecía algo ñoña) ni lo comparto por Aída (demasiado centrada en lo grotesco). Si a algún lector de estas líneas le gustan esas series, que me perdone; reconozco que no las he visto demasiado pero no me despiertan interés. A pesar de que en España tenemos buenas aptitudes para la risa, últimamente nos ha dado por imitar/versionar clásicos americanos como dos de las series que he nombrado antes, Las chicas de oro y Cheers. No puedo entender que se demuestre la falta de ideas de manera tan explícita, y que se sea además tan insensato como para pensar que se puede igualar las cotas de genialidad de los originales sin perecer en el intento. Increíble, de verdad. Por terminar con España, mi admiración y buenos momentos televisivos se centran más en los cómicos/humoristas españoles que en las series de comedia. Cada uno con su estilo, ahí sí que hemos dado y seguimos dando mejor nivel: Gila, Eugenio, Martes y Trece, Faemino y Cansado, Tricicle, el Gran Wyoming, Cruz y Raya, o los muy geniales “chanantes” (soy fan), que además de ser muy divertidos, han dado una vuelta de tuerca al humor patrio. Con su punto absurdo y lúcido como unos Monty Phiton a la española, y al mismo tiempo rurales y urbanos, han descentralizado el humor en España demostrando que uno se puede reír con gente de fuera de Madrid, Cataluña y Andalucía.


Volviendo a las comedias de televisión anglosajonas, mención aparte merece Friends, esa excelsa obra maestra de la comedia, todo un clásico que habré visto de principio a fin no menos de veinte veces y de la que me sé de memoria muchos diálogos, en español y en la versión original. Y no lo tenía claro, al principio pensaba que trataba de otra americanada de jóvenes pijoteros neoyorquinos… ¡Menos mal que subsané ese error de apreciación! Lo de Friends ha sido auténtica devoción y eso presenta sus pros y sus contras. Los pros están claros: muy buenas risas cuando estás bien y un empujón terapéutico al ánimo cuando estás un poco de bajón. El problema viene cuando tu serie de culto se acaba, cuando deja de emitirse. Piensas, ¿Y ahora, qué? ¿Con qué me voy a reír? Sigues viéndola en DVD pero ya no es lo mismo. Tarde o temprano necesitas más, echas en falta nuevas situaciones para tus personajes favoritos. En esos momentos soy reacio a abrirme a otras comedias, la verdad. Es como cuando cortas con tu novio/a y pasas un tiempo en que te da pereza conocer a otras personas. Si llega alguien justo entonces, le dices aquello de “no es por ti, es por mí” y “perdona, pero es que acabo de salir de una relación muy seria con una serie cómica y no estoy preparado para reírme con otra serie”. Por fortuna, antes o después llega algo nuevo y te embarcas casi sin querer. De pronto conoces nuevos personajes que se hacen familiares y ya estás de nuevo partiéndote de risa.


Reconozco que después de Friends, pensé que no volvería a vivir el amor por otra serie cómica de forma tan intensa. “Ya está, no se puede hacer mejor”. Por fortuna me equivoqué, porque entonces irrumpieron dos obras maestras casi a la vez y vi los cielos de la comedia nuevamente abiertos: me refiero a Larry David (Curb your enthusiasm) y The Office. Aunque en España están pasando un poco de puntillas (por culpa de los canales de televisión, que no las potencian, ni las cuidan ni las ponen en buena franja horaria) y aunque han tenido una respuesta dispar entre la audiencia estadounidense (The Office alcanza mejores índices de audiencia que CYE), ambas se encuentran ya en plena madurez y en USA se están emitiendo sus octavas temporadas, para regocijo de todos sus fieles seguidores. Y claro, yo no sé qué pensarán los demás, pero llegados a ese punto empiezo a temer el momento en que las dos se terminen y vuelva a estar huérfano de una comedia de culto. Dedicaré la próxima entrada de este blog a hablar más detenidamente sobre Curb your enthusiasm y The Office, por si se las descubro a alguien y porque merecen la pena. “En habiendo” DVD’s, ¡nunca es tarde para engancharse!

Los protagonistas principales de The Office (NBC)
Larry David como él mismo en Curb your enthusiasm (HBO)


Crisis de valores y de sistema.