miércoles, 28 de mayo de 2014

Compromiso y política

Quizá “compromiso” sea la palabra más prostituida de los últimos tiempos. Tiempos oscuros. Los expertos en manipulación ya lo advirtieron cuando enunciaron aquello de que una mentira repetida mil veces se convierte en realidad, pero repetir la palabra “compromiso” un millón de veces no convierte al que la pronuncia en un ser comprometido. No, con la palabra compromiso no debería funcionar porque está ligada como ninguna otra a la demostración, a los actos, al ejemplo… Y sin embargo vemos que hay empresas que hacen de ella su santo y seña publicitario sin molestarse en disimular. Por ejemplo los bancos (¡Ay! Los bancos…) se han abonado a esto del “compromiso de cartel”. Y las compañías de telefonía, y tantas y tantas multinacionales…

También vemos que los miembros de algunos partidos políticos siempre tienen el compromiso en la boca, y no en la mente o en las manos. Siempre en la punta de sus lenguas, como el saltador se pone en el extremo del trampolín, el compromiso se lanza en cuanto puede sobre la gomaespuma de los micrófonos y luego rebota y cae al suelo, y allí lo pisa todo el mundo y queda olvidado. Mira que me he esforzado durante años en defender la dignidad de los políticos, sus buenas intenciones, su entrega a los ciudadanos en nombre de unos ideales limpios y puros... Mira que cada vez que ha salido el asunto en amigables tertulias, he tratado de separar a los ineptos de los eficaces y a los corruptos de los honestos, y cada vez me lo han puesto más difícil. No bajaré los brazos y aún hoy afirmaré que entre los políticos hay gente honesta, pero veo que el porcentaje es menor de lo que yo pensaba. Hay muchos que se recrean en una serie de convenciones y todo lo que dicen me resulta acartonado, artificioso; todo lo que proclaman me resulta publicitario y hueco.  Están mimetizados con la superestructura escenográfica del poder. “Compromiso”, repiten: con su país, con los ciudadanos, con sus ideas…


Pondré un ejemplo concreto que es el que me ha llevado a escribir estas letras: el de los políticos que ocupan un cargo electo y se marchan a mitad de legislatura porque les ofrecen un puesto “mejor” (lo que en una empresa se entendería por un ascenso, por una promoción): al alcalde que nombran ministro, como a Gallardón, o al presidente de una comunidad que nombran eurodiputado, como a Valcárcel. Ahora también se barrunta una “asunción” a los cielos de Susana Díaz hasta lo más alto del pedestal socialista, aunque está por ver si finalmente sucede y si la presidenta de la Junta de Andalucía acepta el ascenso. Es curioso: los políticos parecen agarrarse a la poltrona cuando salta un supuesto caso de corrupción que les afecta directa o indirectamente, o cuando la cagan descaradamente, o cuando ven que sus decisiones han fracasado, o cuando se aprecia que han perdido la confianza de los ciudadanos, y entonces el compromiso asoma de nuevo por la ranura y lo esgrimen como excusa para no dimitir. Dicen: “Me debo a la ciudadanía que me ha votado”, “debo cumplir mi mandato”, “es mi responsabilidad seguir hasta las próximas elecciones y que sea la gente la que decida”. Pero cuando les llaman desde arriba para ese nuevo y prestigioso puesto, pies para qué os quiero.

¿Qué pasa con los que votaron a Gallardón como alcalde de Madrid, o a Valcárcel como presidente de la Comunidad Autónoma de Murcia durante cuatro años? ¿Por qué han de tragarse a Ana Botella o a Alberto Garre, a los que no han votado? ¿Qué hay del compromiso con los ciudadanos? A Valcárcel se le ha llenado la boca de murcianía durante estos largos años, pero ahora va y deja tirados a sus votantes para irse a Bruselas. Todavía dirá que se va para defender los intereses de Murcia, pero es que para eso precisamente lo votaron, para que los defendiera desde San Esteban. ¿A nadie le indigna esa falta de compromiso? La palabra compromiso sin un acto que la demuestre no significa nada. Cualquier persona debe pensar lo que hace y hacer lo que dice; todos deberíamos ser coherentes con nuestras ideas y nuestras palabras, pero en el caso de un político esa obligación ha de venir grabada en el ADN y no sólo en la lengua.

domingo, 11 de mayo de 2014

El Algarrobico en la memoria

En este artículo no entraré en el mar profundo de la indignación; no trataré de expresar una vez más la rabia que me da sentirme estafado. No hablaré de la codicia de aquellos que, desprovistos de conciencia moral y colectiva, se han llenado los bolsillos especulando con el bien público. No hablaré de los que han arrasado y arrasan la tierra mientras nos hablan del progreso, de lo que venden como el necesario desarrollo económico; no voy a hablar de los que consiguen engañar a una parte de la ciudadanía mientras untan con mordidas y comisiones en B al gobernante de principios laxos. No voy a hablar de eso; solamente, que no es poco, voy a tratar de verbalizar las sensaciones que me provocó verme de frente (y de lado) con El Algarrobico. Este artículo no incluye fotos porque no harían justicia. Para saber si miento o exagero es indispensable haber estado allí.

Haré memoria, cerraré los ojos. Fue hace unos años, camino de Mojácar. Íbamos en coche por esa carretera que se agarra a la montaña, que se dobla y se estira, que se acerca al mar y luego se aleja entre laderas cuyos espacios se reparten los arbustos y los árboles. En ocasiones la carretera se incrustaba en el perfil de los montes oscuros, otras veces se montaba sobre ellos. A la izquierda, de cuando en cuando, el azul del mar atraía nuestra mirada. Una vez te habías acostumbrado al paisaje, ya te podías dedicar a disfrutarlo sin más. Las curvas y recurvas eran previsibles; todo estaba en orden y no se intuía ninguna sorpresa, ningún susto. Nos equivocamos. De pronto se nos apareció en lontananza un O.T.N.I, un Objeto Terrestre No Identificado: era una masa blanca y roja como de hormigón y ladrillo, un ogro gigante recostado en la montaña y casi mojándose los pies en el agua marina; varias grúas asomaban por su cuerpo, pero no con el ánimo de levantarlo de allí y mandarlo de vuelta a su casa del averno, sino con el de hacerlo más grande todavía; más alto, más insultante. Nos pusimos en alerta: estaba claro que aquello era un ser ajeno, un invitado no deseado en un entorno que no era el suyo; aquello no era natural. A medida que nos acercábamos, la mole descarada se fue haciendo más y más grande y percibimos que la carretera se alejaba, como asustada ante su presencia monstruosa. Así fue que bordeamos al gigante por la espalda y lo contemplamos en toda su crudeza por un costado, al tiempo que la carretera se dirigía de nuevo hacia el mar y retomaba su discurrir perezoso entre la montaña y la playa.

Reconozco que el corazón se nos aceleró y apenas atinamos a balbucear unos sonidos de espanto, de perplejidad y de lamento. Los que vivimos en la costa mediterránea estamos curados de espanto, y sin embargo, aquello nos espantó. Hemos visto cómo se lanzaban mostrencos sobre el espectacular entorno natural de La Manga del Mar Menor, por ejemplo, y cómo aquel pequeño pueblo pesquero llamado Benidorm se erizaba con rascacielos, y cómo una alfombra de urbanizaciones y chalets atraía a una turba de turistas y aumentaba la criminalidad en Torrevieja, antes entrañable y amanosa. Y ahora que las cartas están sobre la mesa, ahora que hemos visto a qué jugaban algunos gobernantes, algunas entidades financieras y algunos promotores y constructores, siguen pensando que nos pueden engañar. Aún nos hablan de cosas como Marina de Cope, o tratan de legalizar engendros como El Algarrobico. Nos dicen que ahí está el futuro y el pan, y no en la investigación, la innovación y el desarrollo, en los pequeños y medianos empresarios, en los emprendedores, en la industria, en la energía renovable… El Quijote no se lo habría pensado: habría hincado espuela en hueso para envestir a aquel monstruo. No le habría importado su endeble cuerpo o el renqueante trotar de Rocinante; no le habrían frenado las advertencias de Sancho por muy razonables y realistas que fueran. ¿Qué más da? Tampoco le importó envestir a los molinos y lo hizo. Y a David le dio igual que Goliat le sacara varias cabezas. Tenían una fuerza mayor, la de la razón. La que da el sentido común y el bien de todos. Hoy hacen falta más quijotes para derribar a tanto gigante, y luego se podrá perder la batalla, pero al menos nuestra conciencia quedará en paz.


Crisis de valores y de sistema.