martes, 17 de octubre de 2017

Conmigo no cuenten

Desde que era un crío, recuerdo haber escuchado a mi padre contar cosas del suyo, es decir, de mi abuelo. En ocasiones esporádicas, en una sobremesa o durante un paseo, a veces se ha arrancado a recordar tal o cual situación, y como un puzle, ha ido describiendo partes desordenadas de esa vida que se apagó cuando él sólo tenía siete años. Corría el año 1940. Corría tanto que trastabillaba y se llevaba por delante a muchas personas.

De su historia, aunque fragmentada, yo ya conocía lo esencial: que era agricultor; que mi abuela y él criaban a mi padre y a sus 13 hermanos en una finca arrendada a una terrateniente; que cuando comenzó la guerra, la familia se mantuvo fiel a la II República, el único orden legal, constitucional y democrático vigente, por muchos defectos que pudiera tener (igual que la Constitución actual); que mi abuelo fue alcalde pedáneo de Churra, una pedanía de Murcia, durante unas pocas semanas de 1938; que también fue sindicalista, y que al acabar el conflicto, fue encarcelado sin haber cometido crimen alguno; que era una persona pacífica y trabajadora; que padecía diabetes y que su reclusión en la Prisión Provincial no fue una estancia en un balneario de lujo precisamente; que no recibió la asistencia médica precisa ni la medicación adecuada, y que tras más de un año en la cárcel, cayó enfermo y fue excarcelado apenas una semana antes de morir.

Algunas anécdotas han ido aderezando el relato, unas vividas directamente por mi padre y otras conocidas a través de sus hermanos y hermanas mayores. Por ejemplo, sé que hay un enorme eucalipto que fue plantado por mi abuelo en 1922, y hoy, cuando paso por allí, hago el gesto de la paz, como si fuera un rapero. Es ya un acto reflejo y simbólico, quizá una chorrada, pero me sale así. No lo puedo evitar.

Hace unos meses, cuando aún no sabía que iba a perder mi empleo y a tener que ponerme a estudiar unas oposiciones, empecé a buscar el nombre de mi abuelo en Internet, y luego en un archivo, y luego en dos, y luego en tres. No sé el porqué, pero sí sé que no me movió ninguna bandera, ni la rabia, ni eso que llaman “reabrir viejas heridas”, ni la convocatoria de una línea especial de fantásticas y cuantiosas subvenciones para la recuperación de la memoria histórica. Fue simplemente curiosidad por la historia en general y por la mía propia en particular; el interés por tener más detalles de aquella existencia breve en un tiempo diferente y duro, pero no tan lejano. Difícilmente habría podido conocer a mi abuelo en persona, o al menos, haber sido consciente, salvo que hubiera pasado de los 95 años de vida -en el año que nací yo, él habría cumplido 89-, pero eso no tiene importancia. Era, y es, el padre de mi padre.

En las pocas semanas que pude dedicar a esa búsqueda, me situé varias veces delante de un enorme y amarillento taco de folios en un archivo de Cartagena. Se trataba de una desvencijada carpeta que, en teoría, contiene la causa judicial de un tribunal militar; la causa de mi abuelo y de muchas personas más, de listas de nombres supuestamente acusados que, sólo por serlo, pasaban directamente a ser culpables. Digo ‘listas’, en plural, porque allí había varias y los nombres bailaban de unas a otras: unos nombres aparecían en unos listados y desaparecían en los siguientes, mientras nuevos nombres se incorporaban sin explicar el motivo. Y yo, sin ser experto, y aunque ya intuía que sería así, en seguida me di cuenta de que aquello no cumplía unas mínimas garantías jurídicas. No era serio, pero desde luego, tampoco era una broma: hojas sueltas con denuncias e informes; comunicaciones de arresto, de ingreso en prisión, de excarcelación; declaraciones, aclaraciones, súplicas… Firmas y fe de firmas, y casi fe de la fe de firmas. Saludos, vítores, sellos y ribetes capaces de helarte el corazón. Largas soflamas bajo la retórica del fanatismo y muchas acusaciones sin más pruebas que la palabra. No pude sacar en claro cuál era el hipotético delito cometido por tantos y tantos acusados, ni encontré referencia a juicio ni a sentencia, por supuesto, y aunque no pude profundizar mucho más, descubrí algunas cosas y confirmé otras que ya me había contado mi padre.

Tuve ante mí el informe que supuestamente sirvió para justificar su detención: entre otras lindezas, se le presentaba como un “propagador de ideas marxistas” y un ser “inadactable al régimen actual” (sic). Pero lo más importante: confirmé que mi abuelo fue capaz de enfrentarse varias veces a las “hordas rojas”, a esas que, según el informe mencionado, él mismo agitaba. Descubrí que un grupo de exaltados intentó agredir -y quién sabe si matar- a algunos de sus convecinos en los días que siguieron al golpe militar de julio del 36. Mi abuelo defendió a esas personas, que eran “de derechas”, porque sabía que eran buenas personas y porque eran sus amigos. No debió ser fácil actuar así, jugándose el pellejo, cuando lo más cómodo hubiera sido encerrarse en casa o seguir trabajando la tierra. Sin embargo, obró tal y como pensó que debía obrar.

Todo esto lo confirmé porque algunas de aquellas personas a las que mi abuelo defendió en 1936, presentaron declaraciones en 1940, cuando él ya estaba preso. Informaron a las autoridades y solicitaron su puesta en libertad. Vi sus nombres, sus firmas, sus palabras de cariño contenido y de súplica, acompañadas de la fe de un tercero que certificaba la adhesión de dichas personas a la causa franquista. Tampoco debió ser fácil para ellas, cuando lo más cómodo era seguir a lo suyo y no meterse en problemas; no jugarse el pellejo por salir en defensa de un hombre enfermo, de un rojo encerrado en la cárcel. De nada sirvieron las súplicas.

Además, descubrí que mi abuelo no se enteró de nada cuando fue puesto en libertad, porque ya había entrado en coma. No pudo despedirse de su mujer y de sus hijos, y su último año lo pasó en una prisión húmeda, fría, rodeado de dolor, viendo camionetas que salían llenas y volvían vacías. Descubrí más cosas que, junto con otras que espero investigar y desvelar en el futuro, quizá pueda ordenar y plasmar en un libro.

En aquellas hojas amarillas vi odio, sinrazón y violencia, y, de nuevo, no sentí rabia ni enarbolé una bandera. Sentí pena, eso sí, pero también esperanza por la valentía de mi abuelo y por la de sus amigos, de ideología distinta a la suya. Me emociona la historia de esos miles de personas anónimas que se lo jugaron todo para defender la vida de otras personas que, sencillamente, pensaban de modo distinto. No hay homenaje, monumento ni medalla que les haga justicia.

Hoy atravesamos una situación delicada con el conflicto político que enfrenta al Gobierno de España y a las autoridades autonómicas catalanas, y en estas semanas hemos sido bombardeados por millones de imágenes, sonidos, palabras, declaraciones, amenazas, descalificaciones, tuits, retuits, banderas en los balcones… Ruido, en definitiva. Hemos visto sobreactuaciones y encendidos discursos; hemos visto violencia policial, violencia verbal, fractura social, intolerancia, angustia. Hasta hemos visto barcos decorados con gigantescos personajes de dibujos animados, y claveles buscando una foto guay para Instagram. Y me ha apenado mucho, mucho, ver a tanta gente joven envuelta en banderas, unos gritando contra Cataluña y otros contra España, y contra la “prensa española” y contra las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado -conceptos todos complejos, formados por un enorme colectivo de personas muy distintas entre sí-.

Me ha entristecido el odio que he visto en algunos rostros de personas nacidas ayer, de críos que saben poco de la vida o que directamente no saben nada, y me ha dado pena escuchar cómo se habla de “dictadura”, de “presos políticos”, de “fascismo”, de “ataques a la libertad de expresión”, de "fuerzas de ocupación" o de “policía paramilitar”. Esas palabras no sólo las ha dicho la gente en la calle, también algunos líderes políticos. Y de ellos, algunos que se dicen “de izquierdas”. Muy poca gente está a la altura. Muy pocos serían hoy capaces de alcanzar consensos como los de 1978.

El otro día, al pasar junto a la Cárcel Vieja de Murcia, miré a su arco de entrada y toqué su puerta de madera cerrada a cal y canto. Por ahí entró mi abuelo detenido en 1939, y por ahí salió un año después en estado de coma. Me pregunto qué diría si pudiera ver la sinrazón creciente en esta España suya y nuestra, el clima de enfrentamiento y de fractura social. ¿Qué pensaría al oír hablar hoy de ‘presos políticos’, de ‘dictadura’, de ‘ataques a la libertad de expresión’ y de ‘fascismo’, él, que sufrió todo eso en sus propias carnes? Como toda persona crítica, imagino que aspiraría a construir una democracia mejor, a mejorar esta democracia imperfecta, pero se cuidaría, como yo me cuido, de usar ciertas expresiones y de ser utilizado en esta cutre partida de ajedrez, tras la que se esconden intereses muy alejados de la gente. Unos y otros han construido muy bien “el relato” y están eligiendo con esmero las palabras que más les convienen, pero amigos, conmigo, para eso, no cuenten.

Una canción para esas personas que se lo jugaron todo por el amor y la amistad.
Resurrección, de Amaral.


Crisis de valores y de sistema.