domingo, 3 de abril de 2011

De museos y recortes

Todo es cuestión de opiniones: yo creo que sin museos, estaríamos perdidos. La cultura no debería considerarse un lujo prescindible en época de crisis, como he llegado a leer en estos días de paranoia apocalíptica, en este desalentador panorama en el que nos han metido “los mercados”, el sistema financiero, las necesidades superfluas y el absurdo modo de vida que nos impusieron hace tiempo sin preguntarnos. La respiración no es prescindible, ni comer, ni por supuesto la asistencia sanitaria, ni la educación... No diré que al mismo nivel, pero la cultura tampoco debería ser prescindible. Como dijo Ficino en el siglo XV, la cultura y las humanidades (la historia, el arte, la filosofía, la música, la literatura, la poesía…) además de hacernos la vida más agradable, nos proveen de referentes éticos y de valores. Nos muestran los pasos que dieron nuestros antecesores, sus experimentos, sus conquistas, sus inquietudes, sus problemas… Son un soplo de aire, y a la vez, nos ofrecen una mano para agarrarnos y nos invitan a aprovechar sus experiencias para construir el futuro. Todo eso merece la mayor de las atenciones siempre, en época de bonanza económica y también en época de crisis. Especialmente en época de crisis.


Ahora bien, tampoco es realista olvidar que cuesta dinero mantener la cultura y los museos. Eso es así, y de hecho, soy de la fatídica opinión de que si alguien no hubiese pensado en su día que a la cultura se le puede sacar dinero, mucho dinero, la cultura no existiría. Por ejemplo, no habría museos si la atracción que despiertan no generara beneficios “billetarios”, y si no hubiera gente capaz de pagar varios millones de euros por un Picasso, veinte euros por una camiseta con la Gioconda de Leonardo o diez euros por entrar en la Catedral de Toledo. Lo que son las cosas, hay que agradecer que la cultura pueda ser rentable económicamente, porque con ello nos evitamos su desaparición –y aún así, cuánto patrimonio se ha destruido… De eso sabemos mucho en la ciudad de Murcia; hablaré de ello en una próxima entrada-.


No me entendáis mal, es bueno que la cultura genere dinero, siempre y cuando el uso que se le dé a ese dinero sea el apropiado. Es decir, siempre que se gestione bien. En mi opinión, además de invertir en ella, el dinero que proviene de la cultura se debe emplear en su conservación, en su estudio, en su fomento y en la generación de puestos de trabajo para el personal cualificado. Puestos de trabajo con un mínimo de calidad, valorados por el empleador y por el empleado. ¿Problema? Que en muchos casos esto no era así en los días de la (hipotética) bonanza económica, y que a día de hoy lo es menos. Hay que ahorrar, nos dicen, y yo me echo las manos a las sienes. ¿Ahora? Yo creo que hay que ahorrar siempre. Pero ojo, no solo nos hablan de ahorrar, sino que a ese verbo se le añade el sustantivo “recortes”. Temblemos todos a la vez. Aquí y en cualquier lugar, el buen gestor gestiona bien con mucho dinero y con poco, y el mal gestor gestiona mal con mucho dinero y con poco. El tema, “the mother of the lamb”, es la eficiencia: hacer buen uso del dinero que se tiene, tanto si es mucho como si es poco, y por supuesto establecer prioridades. Gastar lo necesario y gastarlo de manera coherente, y el dinero que sobre (si es que sobra), ahorrarlo para cuando las cosas pinten mal. ¿Cómo se quiere ahorrar? ¿Por dónde se quiere recortar?


Me centraré en los museos, que era el objetivo de esta entrada: si se quiere recortar aún más en recursos humanos, mal. Si se quiere rebajar aún más la valoración del trabajador de museos, mal. Por supuesto que se puede ahorrar y se puede recortar en otros aspectos del funcionamiento de los museos, pero insisto, eso hay que hacerlo siempre, y también hay que valorar a los museos valorando a sus profesionales. Pondré el acento en un aspecto, el de la energía. Aquí un servidor siempre se ha mostrado especialmente sensible por la cuestión energética. Lo hacía por motivos medioambientales, pero ya puestos en este panorama, también por motivos económicos. En este orden de cosas puedo hablar de varios museos, pero hablaré exclusivamente del Museo Arqueológico de Murcia.


Desde que llegué allí, me sorprendió (para mal) la escasez de luz natural, y por ende, el abuso de luz artificial. Incluso me llegó a enojar, y empleo bien la palabra, el hecho de que las salas de la renovada exposición permanente vivieran de espaldas al propio edificio en el que estaban; el que no hubiera ningún tipo de relación entre continente y contenido, el que las piezas de la colección, sin haberse movido de su lugar, hubiesen sido transportadas a un espacio oscuro e impersonal y fueran bañadas por la luz artificiosa de unos focos de elevado coste y consumo. Es decir, que un edificio que con mejor o peor fortuna, fue diseñado y construido expresamente como sede provincial del Archivo, la Biblioteca y la sección arqueológica del Museo de Murcia, y que contaba con un luminoso y agradable patio central como el mejor de sus avales, ahora era el anodino recipiente de una gran colección de piezas que bien podrían estar en el sótano de una ciudad cualquiera sin que se notara la diferencia. Y volviendo al eje central de esta entrada, además, con el gasto extraordinario que supone iluminar un sótano, claro. Luces indirectas aquí y allá, focos hacia arriba, hacia abajo y hacia una pared vacía, pantallas “everywhere”… Todo en acusado contraste con espacios de inquietante negrura. Cuando no había visitantes, las voces de sendos audiovisuales resonaban como espectros lejanos en los pasillos del museo, como si de pronto alguien les hubiese subido el volumen.


En mis rondas por las salas me las imaginaba de otro color (blanco, marrón claro o quizá color beige), y el suelo me lo imaginaba de piedra. Contemplaba los paneles de madera pintados de negro tras las vitrinas y me imaginaba una ventana aquí y allá, una agradable vista del patio central a través de los cristales, con sus palmeras y su pequeña fuente, y la luz natural de Murcia entrando de nuevo en el museo. Vas paseando, disfrutando la maravillosa cerámica íbera, y luego te detienes a mirar por la ventana, y luego prosigues la visita con calma. También me imaginaba menos focos, evidentemente, con el ahorro que eso supone. ¡Qué lindo! Mi pequeño acto de rebeldía diaria, he de confesar, consistía en apagar disimuladamente la única luz a la que tenía alcance: un tubo de neón colocado en el mostrador de información que no iluminaba nada, salvo el suelo hacia el lado inferior y mi gran papada hacia el superior. Bien pensado, hasta se podía usar esa luz para realizar muecas terroríficas y asustar al visitante, pero yo prefería estirar mi dedo hacia el interruptor, situado bajo el mostrador, y pulsarlo con aire clandestino y alevoso. El neón no duraba mucho tiempo apagado, y quizá no lograra ahorrar más de cuarenta o cincuenta euros de luz en dos años de insumisión lumínica, pero para mí, el gesto valía más.


Otro aspecto: el sistema de calefacción y aire acondicionado. No descubro nada nuevo, y en esto el museo no era un caso excepcional respecto a otros muchos edificios, públicos y privados (aunque tiene mucho más delito que suceda en los públicos): en algunas salas y según la época, o hacía frío polar o hacía calor tropical. Hay una tendencia muy absurda en el ser humano occidental por recrear el invierno en pleno verano y el verano en pleno invierno. Parece que siempre hubiésemos tenido esa clase de aparatos y no pudiésemos vivir sin ellos, y ambas cosas son falsas. ¿Se han inventado esa clase de aparatos? Vale, muy bien, pues hagamos un buen uso de ellos mientras los expertos buscan maneras de que consuman menos energía. No forcemos la congelación ni tampoco la abrasión por el simple hecho de que “a mí no me gusta el frío” o “yo no soporto el calor”, que digo yo que habrá un término medio. No lo entiendo.


Lo cierto es que tampoco entendía el horario del museo: de 10 de la mañana a 20:30 de la tarde-noche. Menos aún entendía el “horario de verano”, que iba de mayo a octubre y consistía en ampliar en media hora la apertura del museo, hasta las 21 horas, para desesperación del equipo de guías. Yo me preguntaba: ¿Pero eso pa qué? Media hora, treinta minutos más al día que no se veían repercutidos en el sueldo, por supuesto, y en los que no entraba nadie o casi nadie al museo. Ese horario (tanto el de verano como el de invierno), pensaba yo, es un infructuoso intento de conjugar los tiempos y el ritmo de la vida españoles con los europeos. Seguía pensando en una opción distinta: menos horas de apertura y mejor sueldo para los trabajadores. Es decir, ciencia ficción. Mi reflexión es que con lo que se podían ahorrar en gasto de luz por cerrar esas horas, sumado al mejor aprovechamiento de la luz natural de Murcia (remito a párrafos anteriores, jejeje), daría para emplear el dinero de manera más conveniente, y creo que aún sobraría. “Hay que hacer como los grandes museos de Europa”, decía yo (y sigo diciendo): algo así como abrir de martes a sábado en horario continuo, de 10 a 18 horas, los domingos de 10 a 14 horas, y un día a la semana (por ejemplo los viernes), abrir las puertas más tarde (quizá a mediodía, a las 12h) y cerrarlas a las 21 horas. Y repito, pagar mejores sueldos y cuidar mejor al personal cualificado. Invertir en recursos humanos.


Existe otro asunto que no logro entender pero para el que quiero hacer un planteamiento previo: es necesario que la cultura sea accesible a todos y que los poderes públicos la amparen y la fomenten, tal y como refleja la Constitución Española del 78. Ahora bien, para una mejor valoración de la cultura y de sus profesionales, no está mal cobrar una cantidad simbólica de modo individual, reduciendo a grupos y dando entrada gratuita en los casos normales: desempleados, jubilados y estudiantes, por ejemplo. Oye, y si no se quiere cobrar la entrada al museo, al menos sí la visita guiada por un profesional cualificado, y si es en idiomas, un poco más. Además, en el caso de no cobrar entrada simbólica, estaría bien colocar una urna en el acceso a los museos donde el visitante pueda realizar una aportación voluntaria, con el fin de colaborar en su mantenimiento (conservación, investigación, divulgación…). Pues bueno, me da la sensación de que estas medidas son inconcebibles en Murcia, que no se pueden hacer, que no hay forma de que se valore el servicio del personal de museos y de las propias instituciones museísticas con iniciativas como las que he comentado. ¿Por qué? Me pregunto. ¿Por supuesta “mala” imagen? ¿Por el fomento de la cultura? Hay quien piensa que la total y absoluta gratuidad da buena imagen y fomenta la visita a los museos. Yo, defensor de los servicios públicos por convicción, no lo veo así. He tenido la fortuna de visitar instituciones como el Metropolitan y el Guggenheim de Nueva York, el Louvre, la Galería de los Uffici, el British, la National Gallery o la Tate Modern. Digo yo que esas instituciones sabrán algo de gestión museística, y aunque casi todos son de acceso gratuito, todos tienen servicios que cuestan dinero (visitas guiadas, actividades especiales o audioguías, por ejemplo) y todos tienen una urna bien visible, en la entrada, donde poder realizar un donativo. ¿Eso es malo?


Ahora me dirán que aquí, por la manera en la que la administración pública tiene organizada la gestión de los museos, todo eso es imposible. Bueno, yo creo que la administración no debería estar para crear problemas, y menos para ponerse como excusa en la no resolución de los mismos. Está para buscar soluciones. Creo humildemente que el sector de los museos públicos necesita replantearse muchas cosas, y más ante la actual situación económica. Opino que hay que sacarle partido a la crisis, que esta crisis financiera que nos han endosado desde arriba debe concebirse como una oportunidad para cambiar lo que no se ha hecho bien en el pasado, y no para perpetuar sistemas que no van a ningún sitio, que no se sostienen. Vale para todo, y también para los museos. Hay que abrir un debate, contar con las opiniones de expertos, de artistas, de trabajadores, de funcionarios de cultura, y encontrar una forma mejor de hacerlo. Es ahora cuando hay que dar protagonismo a las personas que día a día cuidan del rico patrimonio de nuestros museos, que lo enseñan con profesionalidad y con cariño, que se han formado durante años y que merecen un reconocimiento y unas mejores condiciones de trabajo. Tanto ellos como nuestros museos merecen el esfuerzo.

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Crisis de valores y de sistema.