jueves, 5 de julio de 2012

El tonto del haba sobre ruedas

En la ópera prima de Steven Spielberg, "El diablo sobre ruedas" (1971), un respetable ciudadano se las ve culo a cara con un camión que tiene como único afán tocarle las pelotas, perseguirlo y sacarlo de quicio por el simple placer de hacerlo; sólo por joder. En la peli no se le llega a ver nunca la jeta al conductor del camión. Suponemos que existe y que es un tipo rudo, con problemas emocionales o simplemente con digestiones pesadas; otra explicación es que sea cosa del propio camión, que, harto de ser adelantado y vejado por los turismos y de sufrir el duro día a día de la polvorienta carretera interestatal, decide cobrar vida, tomarse la justicia por su rueda y hacérselas pagar al primer muerto de hambre que pasa por allí; una tercera explicación es que, como indica el título de la película, don Belcebú, Satán, Lucifer o el diablo "in person", que son el mismo personaje, decide calzarse pantalones vaqueros, chaleco acolchado y una gorra de los Yankees, ponerse al volante de un mega-trailer americano y divertirse a costa de un sano contribuyente medio cualquiera. Hoy por hoy, muchos conductores viven una experiencia similar a la del acosado conductor de la peli de Spielberg a lo largo y ancho del planeta. Aunque el vehículo acosador no sea un camión sino una moto o un coche, y el que lo lleva no sea el diablo sino cualquier idiota de tres al cuarto, cada día nos vemos acosados durante más o menos tiempo en nuestras calles, carreteras y autopistas. Cada día vemos de cerca o de lejos al "Tonto del haba sobre ruedas", e incluso nosotros mismos nos convertimos sin darnos cuenta en "Tontos del haba sobre ruedas" para un tercer e inocente individuo. Y cada día pensamos aquello de "no pasan más cosas porque Dios no quiere".

Una escena de "El diablo sobre ruedas", de Spielberg: el camión tenía ganas de marcha y no llevaba limitador de velocidad.

No sé si la psicología se ha dedicado a estudiarlo en profundidad, pero si no es así, no sé a qué esperan: creo firmemente que el comportamiento humano, con lo relacionado a los coches y a la conducción, refleja todos nuestros defectos más primarios como especie. Nos embrutece hasta extremos insospechados. Creo que el tipo más bueno del planeta, por muy buena voluntad que le ponga al asunto, acaba por traicionarse a sí mismo para sobrevivir en ese mar de gilipollez generalizado que es el asfalto. Ahí, sobre el asfalto, es donde más relaciones trazamos con nuestros semejantes al cabo del día. Ni en las redes sociales que ahora parecen la repera limonera, ni en el clásico bar ni en la cola de la frutería; al volante es donde más nos cruzamos unos con otros, vayamos al manillar o al volante, o vayamos andando. Ahí es donde más nos comunicamos (o incomunicamos). El latir de las personas se deja ver ya desde el mismo momento en el que elegimos el coche: sea más o menos caro, más o menos grande, todos nos enorgullecemos del coche que  nos hemos comprado, lo enseñamos como una pieza de caza y fardamos si procede. Lo exhibimos como el pavo real muestra su emplumada cola multicolor. Da un poco de cosica, ¿no? Y luego nos mostramos cuando lo conducimos: cuando no nos ponemos el cinturón de seguridad o no se lo ponemos a los críos; cuando vamos demasiado deprisa; cuando nos pegamos al coche que circula delante de nosotros en la autovía; cuando negamos el paso a quien nos lo pide aunque no nos cueste nada hacerlo; cuando nos paramos absurdamente en mitad de un cruce, bloqueándolo y jodiendo a los que han de atravesarlo (tenga o no tenga pintadas las cuadrículas amarillas, esas grandes desconocidas); cuando no dejamos pasar a los peatones en un paso de cebra aunque sea un padre con un carricoche o una anciana con un andador; cuando no ponemos el puto intermitente aunque sea gratis; o cuando hacemos de las rotondas un peligroso concurso de imbecilidad egoísta, en lugar de convertirlas en una ocasión para mostrar algo de educación y de cordialidad circulatoria. Nos mostramos como un libro abierto al volante cuando agobiamos al chaval que está aprendiendo a conducir en un coche de autoescuela, o cuando le pitamos a ese anciano dubitativo, que circula un poco despistado porque le han cambiado la ciudad y porque conducir ya no es lo que era.

Las rotondas, o "acelero para no dejarte pasar, te pito cuando lo haces bien y no pongo el intermitente aunque me paguen por ello"

El tonto del haba sobre ruedas trasnochador y el tonto del haba sobre ruedas madrugador casi se cruzan en ese fino hilo que separa la noche del alba, pero su comportamiento es idéntico: egoísta y ególatra, listillo y apañado, acelerado, chulo y soberbio, agresivo y violento... El asfalto, el que preside y ahoga nuestras ciudades y el que se vierte sobre la planicie, extendiendo sus redes en miles de kilómetros y uniendo ciudades, es hoy en día una selva salvaje, un sálvese quien pueda sin árboles. El tonto del haba sobre ruedas no necesita ir agarrándose de las ramas, tan sólo tiene que apretar el acelerador sin mucho sentido; sin ningún sentido. Tenga o no tenga prisa, debe circular a todo trapo aunque le cueste pagar más gasolina, aunque con ello contamine más y aunque, cágate lorito, ponga su vida y la de los demás en peligro. Y ojo, no se te ocurra pitarle, no gesticules ni muevas una ceja, que todavía sale del vehículo y se atiza unos golpes de pecho como King Kong, para acojonarte. Psicólogos, estúdienlo si no lo han hecho ya; plasmen qué es lo que tiene el volante, ese que tantas veces transforma al ser humano normal en idiota, y al idiota en gilipollas sin remedio. Estúdienlo y dígannoslo para ver si se puede cambiar con un poco de trabajo mental y respiratorio, añadiéndole un poco de civismo y de sentido del humor a ese acto cotidiano de sentar el culo en el coche y mezclarnos los unos con los otros sobre la enorme red social que es el asfalto.

Homer Simpson con los ingenieros de Audi, diseñando su coche ideal: el Q7

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Crisis de valores y de sistema.