martes, 17 de junio de 2014

La arqueta

En el camino entre mi casa y el colegio de mis hijas hay varias arquetas: de luz, de agua… Cualquiera sabe. No tengo una política definida al respecto de las arquetas: a veces no reparo en ellas y el hecho de que las pise o no es meramente azaroso; otras veces sí que voy mirando al suelo y las veo, y entonces puede pasar que las evite o que las pise a conciencia. Las arquetas tampoco tienen una política definida con respecto a mí: a veces demuestran su solidez a mi paso y no emiten ningún sonido; otras veces cimbrean y crujen bajo mis pies o golpean su reborde inferior con un golpe seco: “¡Plonc!”. En esos casos, y dependiendo del tipo de ruido que escuche, achaco la circunstancia a un posible incremento de mi peso corporal (por ingesta excesiva de grasa y falta de ejercicio físico), o a la mala práctica del operario que instaló la arqueta en la acera. ¡Esas cosas hay que nivelarlas bien, persona de dios!

No es cuestión de risa, lo de las arquetas. Sé que en alguna ocasión la tapa no ha dado más de sí, se ha partido y ha lastimado al caminante; o que se ha destapado por algún motivo y luego no se ha cubierto, y ha provocado algún accidente; o que algún desocupado con mala idea la ha abierto o la ha roto sólo para joder. Por otro lado, la fabricación de arquetas dará de comer a alguien, seguro. En muchas de las que hay por la ciudad de Murcia se puede leer, junto a la clase de canalizaciones que contienen, la inscripción de “Fundició Dúctil Benito”. Me gustaría ir algún día a ese lugar y conocer al dúctil Benito, y ver cómo las hace. También dicen que “la boca de la verdad” que Gregory Peck y Audrey Hepburn popularizaron en su película Vacaciones en Roma, era en su origen una tapa de alcantarillado; y recuerdo una noticia curiosa de un periódico local, en la que se contaba que un ciudadano se había dado cuenta de la presencia de una tapa de arqueta de otra localidad en plena ciudad de Murcia. ¿Cómo llegó aquí? Qué cosas.


Como decía al principio, hasta hace unos días no tenía una política definida con respecto a ninguna arqueta, tampoco con las que salen a nuestro encuentro camino del cole, pero el otro día pasó algo: iba yo con mis hijas caminando tan tranquilo, y unos pasos más adelante vi que había unos operarios trabajando, y que habían abierto una de las arquetas, y que de ella asomaban dos o tres cables o mangueras. A medida que nos acercábamos al hueco abierto en la acera, fui apartando prudentemente a mis hijas hacia un lado, y al pasar junto a la arqueta cometí el involuntario error de mirar. La visión me persigue desde entonces: cientos, quizá miles de cucarachas de gran tamaño se arremolinaban confusas en las paredes de cemento del agujero. No huían, no salían a la calle ni penetraban en la oscuridad profunda, simplemente giraban sobre ellas mismas, agitaban las antenas, gesticulaban con sus patas, se juntaban y se alejaban unas de otras. Uno asume que dentro de las arquetas no hay ramos de flores ni cuadros barrocos, porque entonces estarían abiertas todo el tiempo para que las admirásemos; uno supone que lo que tapan no es bello aunque sea útil: cables y tuberías que hacen falta para navegar por Internet, para canalizar nuestro pipí o para traernos el gas al calentador. Lo que yo no podía esperar era ver ese enjambre horripilante de cucarachas a plena luz del día y a primera hora de la mañana. Y justo en una mañana preciosa, para decir más. Desde ese día tengo una política concreta para una arqueta en concreto: la evito a toda costa.

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Crisis de valores y de sistema.