viernes, 21 de octubre de 2011

Roma (I)

¡Ay, Roma! Roma al revés es “amor”. Seguro que esta chorrada ha transitado por la mente de millones de castellano-parlantes antes de hacerlo por la mía. La verdad, lo desconocía hasta que se me ocurrió mientras saboreaba una pizza indiscutible en un restaurante cercano al Coliseo, en la noche del Jueves Santo de 2006. Generalmente, para un historiador del arte Roma es algo así como la Meca y como un parque de atracciones de alto valor estético: una mezcla perfecta de religión y ocio. El tener que ir y el querer ir, obligación y voluntad, se unen en perfecta armonía, y claro, la devoción y la fascinación por la ciudad eterna antes del viaje suelen transformarse en amor declarado tras la primera visita, aunque todo es matizable. Yo tardé “bastante” en caminar sobre sus adoquines, contaba con 27 primaveras y acababa de casarme. Luego he regresado y espero volver pronto. Para volver a Roma, me vale el mismo argumento que para ver una buena película dos mil veces y una más, y es que siempre la disfrutarás y siempre descubrirás cosas nuevas.








Antes de ir a Roma, lo primero que quería saber era la forma en la que sus monumentos estaban distribuidos por el espacio. Los había estudiado, los había admirado en fotos, pero cada uno de ellos formaba un núcleo asilado de los demás dentro de mi cabeza. Roma era el elemento en común, el todo y la suma de sus partes, y debía extenderse de algún modo entre la Capilla Sixtina, el foro romano, el templete de San Pietro in Montorio y el Panteón de Agrippa, por citar unos pocos ejemplos. La pregunta era: ¿cómo? Vale que todas esas cosas y muchas más puedan juntarse en las páginas de un libro, pero ¿cómo pueden unirse en una misma ciudad? Antes de ir a Roma, me parecía inexplicable. Todavía hoy, después de haber ido tres veces, me lo sigue pareciendo. En los días previos al viaje escudriñé planos de papel en busca de respuestas anticipadas, recorrí calles estrechas y serpenteantes con la yema de mi dedo índice y traté de memorizar decenas de recorridos. Hay que decir que en 2004, al menos para mí, el Google Earth y su Street View formaban parte del futuro. No sé si ya existían, pero mis recursos fueron los planos de toda la vida, algunos documentales y películas como “Vacaciones en Roma”. Algo pude intuir de la idiosincrasia de la ciudad viendo a unos jóvenes Gregory Peck y Audrey Hepburn al manillar de su intrépida Vespa, haciendo el loco por Roma en blanco y negro como lo hacen los romanos anónimos de hoy a todo color. No lo podía imaginar hasta que no lo vi con mis propios ojos, pero es cierto.




Como decía, mi primer viaje a Roma fue el de la llamada “luna de miel”. Hay que ver, ya suena a expresión arcaica… Hace años, pero no tantos, viajar, y viajar “lejos”, era una circunstancia excepcional que se daba en contadas ocasiones en la vida de una persona. De esas pocas ocasiones, la que se daba justo tras tu boda debía ser la mejor. Sigo pensando que aunque ahora viajar ya no sea tan extraño, aunque lo hagamos a la mínima que pillamos un puente de tres días (quizá tirándonos dos en un avión), el viaje de novios o “luna de miel” es el mejor viaje de todos. Lo decía mi cuñado Jose y tenía razón: no es solo el hecho de estrenar tu nuevo estado civil con un viaje, ni tampoco el que se te recompense la larga, estresante y farragosa tarea de organizar una boda con unas vacaciones de quince días establecidas por ley… Es que todo eso ayuda a que lo disfrutes de una manera especial. En esos momentos sabes que, si todo marcha bien, harás más viajes en tu vida pero ninguno en esas mismas circunstancias.

Pues bien, para tan especial viaje elegimos Roma (junto con unos días en Florencia y un fin de trayecto en Venecia). Optamos por el Valhala del historiador del arte, y mis dudas al respecto de lo que rodea y envuelve a tantas obras maestras de arquitectura, pintura y escultura, se fueron aclarando en primera instancia con un hecho que poco o nada tiene en común con el ánimo de unos recién casados: “scioppero generale” o algo así, es decir, huelga general. Sí, el mismo día de nuestra partida, a las seis de la mañana y frente al mostrador de Iberia en el aeropuerto del Altet, nos enteramos de que Italia tenía una primera sorpresa reservada para nosotros. Bien es cierto que aquí la culpa no es de los romanos y que su intención no fue sorprendernos: la huelga general en el sector del transporte estaba convocada desde hacía semanas, pero nadie en Viajes Iberia consideró oportuno avisarnos. El vuelo tenía escala en Barcelona y desde allí estaban cancelados todos los vuelos a Italia, así que nos fuimos a Madrid y, tal y como hacían los que esperaban un salvoconducto en el bar de Rick para salir de Casablanca, tirados en una silla de Barajas esperamos nosotros la manera de llegar a nuestra luna de miel. El gozoso momento se produjo unas ocho horas después de lo previsto, pero había más: cuando al fin llegamos a Roma, el transfer al hotel que habíamos pagado no contaba con nosotros en su lista de viajeros. El hombre que sostenía el cartel de Viajes Iberia, tras simular incomodidad con una mueca (en realidad le importaba un pijo), nos invitó a tomar un autobús y luego un metro (y ya puestos, también un carro de heno, un patinete y un triciclo), guardar los tickets y pedir el abono a la agencia cuando estuviésemos de vuelta. “Sí, hombre, sí”, dijimos con acritud. Nos montamos en un taxi que nos dejara sin trasbordos en la puerta del hotel, guardamos el recibo y aún estamos esperando que Viajes Iberia nos lo abone, cosa que jamás sucederá.




Nos montamos en un taxi, sí, y digo la verdad si afirmo que a los dos minutos de iniciar el traslado a Roma, el shock mental que nos produjo enterarnos de la huelga, el cansancio por el horrible día de estar tirados en aeropuertos y el enfado por no tener transfer desaparecieron de nuestra mente. En el fondo, ¡qué buen rollo, los romanos! Gracias al taxista se borraron los malos tragos. Y se borraron de golpe, nunca mejor dicho. Esperé un golpe fuerte durante todo el trayecto: con el coche de enfrente, con el camión de al lado, con la moto del otro lado, con el quitamiedos de la autovía (el “metemiedo” de la “autostrada”)… Y ya por las calles de la ciudad, esperé el golpe contra los árboles, contra los bordillos, contra los abuelos suicidas que se lanzaban delante de nosotros para cruzar la calle… El taxista no estaba alterado, o al menos, no por esos hechos. Nos hablaba de lo divertida y bonita que es Roma, de su trabajo, de los turistas que han tomado el Trastevere y de los sitios buenos que conoce para comer bien y que nadie más conocía. Todo ello gesticulando alegremente con las dos manos, soltando durante interminables segundos el volante. El hombre era muy educado: mientras nos hablaba no dejaba de mirarnos a los ojos en señal de respeto y atención, en lugar de mirar hacia la carretera. Yo, sentado en el asiento del copiloto (el asiento de “la-palmo-fijo”), me agarraba al chasis del vehículo, echaba la cabeza hacia atrás y varias veces hice el gesto instintivo de pisar un freno imaginario con mi pie derecho, deseando que aquel fuera un coche de autoescuela con doble mando. Solo un momento de relax y alegría: en un atasco, en la Vía del Teatro Marcello, el coche no tuvo más remedio que detenerse. Miré a la derecha y de pronto vi la escalinata que asciende hasta la plaza del Campidoglio, cuyos edificios iluminados se asomaban a la noche romana. Luego pasamos por el caos del caos, es decir, por el requetecaos de la plaza Venecia, presidida por el “pequeño y discreto” monumento a Víctor Manuel II. Luego callejeamos hasta el río Tíber, imperceptible por la falta de luz, lo cruzamos y llegamos al hotel junto a la plaza Cavour.




Bajamos del taxi algo mareados pero sin mácula de cansancio, con buen aspecto, joviales y eufóricos por haber sobrevivido. En ese estado me siento siempre que viajo en avión y acabo de tomar tierra. Mucho más que vivo, vivísimo. Ya no había enfado con Viajes Iberia ni con la huelga. Ya no estaba indignado porque me hubiesen soplado unas cuantas horas de viaje y estancia en Roma. De haber salido todo bien desde el principio, habríamos comido a mediodía en la ciudad eterna, habríamos descansado en el hotel y ya estaríamos de vuelta en la calle, buscando monumentos y pizzas. Dejamos el equipaje, nos sacudimos la suciedad y salimos a dar un pequeño paseo. Nunca olvidaré ese primer paseo romano y la impresión de que de noche, en Roma, hay amplias zonas sin iluminar o con un alumbrado público muy tenue. Al poco de salir empezó a llover, otra facilidad, pero nos dio igual. Cruzamos el río en la oscuridad por el puente Regina Margherita, llegamos a la plaza del Popolo, bajamos por la Via Ripetta y terminamos cenando en un diminuto restaurante, casi en la esquina con Tomacelli y el puente Cavour. No tendría más de cuatro mesas y estaba decorado con buen gusto, sin alardes y sin estridencias. Se notaba que el dueño era un tipo culto, muy leído y muy viajado. Tendría sus sesenta años largos, barba blanca, y conversaba animadamente con los clientes de una de las mesas. Contaba batallitas una tras otra. Pudimos entender que había vivido en Alemania y también en España, en Barcelona. Cenamos bien aunque la factura se elevó demasiado. No importaba: ¡Ya estábamos en Roma!




Roma, el denso caldo sobre el que flotan de manera incierta fideos de tanto valor: majestuosos palacios con su punto justo de decrepitud, rotundas iglesias que parecen catedrales y que te salen al paso en cada callejuela, en cada plaza… De pronto unas enormes columnas del glorioso Imperio Romano, allá las ruinas de un templo y en otra esquina una preciosa fuente barroca. Ante tanta arquitectura y tanto arte, me daban ganas de hacer reverencias continuamente. Las hubiera hecho si no fuera porque en muchos casos, sabía que antes de un segundo un coche me podía barrer de un plumazo. Algunas de las obras más bellas del arte universal se encuentran separadas (o unidas) por uno de los mayores caos de ruido y contaminación que pueda sufrirse. Es muy recomendable viajar hasta allí y conocer esas obras in situ para completar el conocimiento de las mismas. No solo para admirarlas directamente, sino también para contextualizarlas. Por ejemplo, “boquiabiértico” y “ojiplático” frente al “éxtasis de Santa Teresa”, obra de Lorenzo Bernini que ocupa un pequeño escenario teatral en el lateral izquierdo de Santa María de la Victoria, lo estimé mucho más bello que en las reproducciones fotográficas. “Normal”, me dirá cualquiera. Es innegable que este tipo de obras se disfrutan mucho más en directo, pero mi impresión cobra más valor si tenemos en cuenta que para llegar hasta allí, hay que echarle cojones y cruzar la Vía 20 de Septiembre.




En esa misma calle dos años después, en 2006, casi se cargan a mi mujer: antes de cruzar miró a un lado pero no miró al otro, y de pronto salió de la nada un Alfa Romeo enorme, con los cristales tintados, que debía circular a no menos de 100 Km/h. Yo iba detrás de ella y me di cuenta a tiempo. Grité y mi mujer frenó en seco. El coche pasó a un milímetro sin reducir la velocidad ni alterar su ruta en lo más mínimo. Después de algo así, contemplas el “éxtasis de Santa Teresa” y debes abstraerte de todo para admitir que prefieres verlo en directo a hacerlo en una reproducción fotográfica, en la seguridad y tranquilidad de tu hogar. Es así. A pesar de todo y si no te matan, compensa. El tiempo parece detenerse ante la obra de Bernini: Santa Teresa recostada sobre un amasijo de paños que se agitan, el ángel que la mira con dulzura y sostiene la flecha, a los lados los espectadores de mármol en palcos teatrales comentando la situación, y detrás de la pared, a tan solo unos metros, las bocinas de los coches que colapsan la calle Largo Santa Susana en dirección a la Vía Barberini y que retumban en el interior de la iglesia, los conductores que expresan su impotencia contaminando de humo y ruido a todo lo que les rodea. Pura escenografía barroca y postmoderna.




Los romanos están a otra cosa, y esa cosa suele ser incompatible con la que te lleva a ti hasta su ciudad. Ese tipo de relaciones poco compatibles son siempre difíciles: es como si tú quieres dormir y tu vecino tiene ganas de tocar la batería. Los romanos no se dan cuenta y si lo hacen, tampoco les importa. Saben lo que tienen (se supone) y a muchos de ellos les da de comer, pero no les pidamos encima que dejen de atronar con sus motos, de apabullar con las estridentes sirenas de sus ambulancias, de aparcar sus “Smart” en todas las esquinas obstaculizando el paso. Todo va con el paquete y el paquete no deja der ser maravilloso. De mi primer viaje a Roma, en los primeros días de diciembre de 2004, recuerdo la rivera del Tíber llena de hojas secas, rojas, marrones y amarillas formando una extensa alfombra. La luz y el color del otoño junto al ambiente y el olor prenavideño. Los puestecicos de artesanía y dulces en la plaza Navonna, los de verduras y flores en el Campo di Fiore, la calma y recogimiento que se respira bajo la cúpula que Borromini trazó para San Carlo de las Cuatro Fuentes… Recuerdo ir buscando la Fontana de Trevi por una callejuela y, antes de llegar, antes de verla, intuirla muy próxima por el sonido de sus chorros de agua y por el enorme bullicio que la envuelve día y noche. Recuerdo no hacer cola para subir a la cúpula de San Pedro, por la mañana pero tampoco demasiado temprano. Estar allí sentados en el banco de piedra que rodea la linterna, respirando aire fresco y contemplando la columnata de la plaza a nuestros pies, el río y detrás toda Roma, con la bruma cubriendo los tejados y envolviendo cúpulas y campanarios. Recuerdo también hacer muy poca cola en los Museos Vaticanos, recorrerlos durante horas sin apenas detenernos, admirar las estancias que pintó Rafael y, al final, entrar sin codazos y disfrutar durante un buen rato de las pinturas de Miguel Ángel en la capilla Sixtina.




Dejaré para la siguiente entrada el resto de mis impresiones y recuerdos sobre Roma. En especial, la sensación que me provocó una de las plazas más impresionantes que he visto, por no decir la plaza que más me gusta en el mundo (de aquellas en las que he estado): la plaza de la Rotonda, la que se abre frente al Panteón de Agrippa. De día o de noche, inigualable. Sin ir más lejos aquí está, en la cabecera de este blog, la primera foto que le hice al Panteón en una húmeda mañana de diciembre de hace ya casi siete años. También acompaño aquí abajo la foto que tomé en el viaje de 2006, llegando a la plaza de la Rotonda desde el Largo Argentina. Continuaré.

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Crisis de valores y de sistema.