domingo, 30 de octubre de 2011

Roma (y II)

Desde un día fresco y lluvioso de Murcia, sigo recordando Roma. La lluvia en Roma no modifica el ruido y la contaminación, pero tiñe de una aureola aún más sugerente a los monumentos provocando su reflejo en los adoquines resbaladizos, y, además, sustituye como por arte de magia, en décimas de segundo, el género ofrecido por los vendedores ambulantes a la marabunta de turistas que, como protones despistados, chocan unos con otros e interfieren en la trayectoria de los demás sin saber adónde van. Los inservibles artilugios luminosos que se lanzan hacia el cielo romano y caen despacio haciendo chiribitas, las estridentes pistolas-pompero y las bolas metálicas imantadas que vibran y hacen ruidico al tocarse, de pronto cambian de forma y tamaño y se convierten en paraguas de colores que se rompen al abrirlos y cerrarlos más de una vez. También existe otro tipo de paraguas de adquisición ambulante, un poco más caro, que se rompe al abrirlo y cerrarlo más de dos veces (dentro del lenguaje capitalista, lo llamaríamos “de usar, usar y tirar”). Compensa porque su precio no es exactamente el doble del anterior, sino solo un 33% más elevado, e incluso puede salir más barato si el comprador está tocado con la virtud del regateo (de la que yo carezco por completo). Aún hay un tercer tipo de paraguas romano que no es de venta ambulante, porque los vendedores no tienen tres brazos para sujetar la mercancía: lo encontramos en tiendas de souvenirs, aguanta más si se le trata bien y viene adornado con la Venus de Botticelli o con los angelitos de Rafael. Ese es mi tipo de paraguas, el que paseo orgulloso las pocas veces que llueve en Murcia, aunque ya lo tenga medio roto y aunque sea tan pequeño que apenas dé para taparme la cabeza. Tengo que volver a Roma para comprarme otro.


He dicho antes que la lluvia no modifica el devenir ruidoso y contaminante de la Roma de hoy. Bueno, sí que lo hace, especialmente en lo tocante a cuestiones de seguridad peatonal (y es que si crees que hay cosas que no pueden empeorar, con este tema te equivocas). El nivel máximo de peligrosidad para cruzar una calle se lo lleva, sin duda, el “paso de peatones” que atraviesa la Vía del Teatro Marcello hacia el inicio de la escalinata de la plaza del Campidoglio. Lo de la Vía 20 de Septiembre es jugar en un parque infantil en comparación con esto. En condiciones normales, intentar pasar por ahí se puede considerar legalmente como tentativa de suicidio, pero si encima está lloviendo (se sobreentiende que el conductor tiene menos visibilidad y que además, por alguna extraña razón, al ver caer agua del cielo está más encabronado, tiene más prisa y piensa que la lluvia le exime de sus obligaciones circulatorias), resulta que tentativa de suicidio y suicidio efectivo se funden en la sola acción de poner un pie en la calzada. Vuelvo a lo del otro día: “¿merece la pena?”. Y repito que (si no te matan) la merece. Con la excitación de haber salvado la vida, comienzas a subir por los escalones cómodos, anchos y ligeramente inclinados que trazó Miguel Ángel, emulando a las tablas de madera que se colocaban sobre la pendiente de tierra de la colina para poder escalarla. Vas subiendo, digo, y dejas la larga escalinata de Santa María in Araceli a tu izquierda mientras centras la mirada en las enormes esculturas de Cástor y Pólux que te esperan allá arriba, para darte la bienvenida. Una vez en la cima, recuperas la respiración normal contemplando el trapecio que forman las fachadas de los palacios que flanquean la plaza (los actuales Museos Capitolinos). Admiras el pavimento de líneas geométricas que se entrecruzan creando un óvalo en torno a la estatua ecuestre de Marco Aurelio y te sientes trasladado al Renacimiento. Solo unos pasos más te separan de la gloriosa Roma Imperial, al otro lado del Palacio Senatorio (actual ayuntamiento de Roma), en lo que supone el mejor patio trasero de todos los tiempos. La visión del foro romano desde tan privilegiado palco, de las enormes piedras de su vía principal, de sus arcos de triunfo y de las gigantescas columnas de los templos, que son esculturas en sí mismas y que se yerguen orgullosas como sobrevivientes del pasado, por un instante puede marearte. Después deslizas la mirada hacia la derecha, hacia los cipreses que, no menos orgullosos que las columnas del foro, presiden la colina Palatina como si la hubiesen trepado y conquistado. Y al fondo, el Coliseo te enseña uno de los extremos de sus arquerías aún conservadas, interrumpidas súbitamente como si las hubieran cortado a cuchillo.

¿Cómo estructurar los muchos recuerdos que me trae Roma? ¿Por áreas espaciales como Trastevere, foros, Vaticano…? ¿Por conceptos como “fuentes”, “plazas”, “iglesias”…? Por rendir homenaje a la esencia de la propia ciudad, lo ideal es hacerlo sin ningún tipo de orden racional. Por ejemplo, y ya que acabo de describir la vista sobre el foro romano, recuerdo el Coliseo, ese edificio a medio desmantelar, de musgo y de gatos entre las piedras. Me impresionó la primera vez que lo ví, pero me impresionó más en la noche del Jueves Santo de 2006: la enorme cantidad de gente concentrada a su alrededor no evitaba la sensación de recogimiento en la penumbra, y las antorchas bajo cada uno de sus enormes arcos iluminaban con sutileza las piedras que, a la luz del día, se muestran ennegrecidas por la contaminación. Los cantos y las oraciones en diferentes idiomas resonaban con fuerza. También tengo que añadir que, pasada la impresión por la estética litúrgica y por el ambiente de meditación, comencé a reflexionar sobre la fácil posibilidad de un atentado terrorista. Lo siento, siempre me pasa por la cabeza cuando veo tanta peña junta, pero muy pronto dejo de darle vueltas. No soy tan paranoico ni tan asustadizo con el particular (con otras cosas sí). Cerca del Coliseo, recuerdo subir por estrechas y empinadas calles en busca de San Pietro in Vincoli, lugar de reposo eterno para el papa Julio II. La descomunal tumba que encargó el pontífice a Miguel Ángel y que debía presidir sin pudor la basílica de San Pedro del Vaticano, quedó en la humilde capilla de mármol de la iglesia de San Pedro encadenado, protagonizada por el Moisés de mirada encendida y cólera inminente. Cuando fuimos a verlo, se estaba celebrando una boda en la iglesia. Por un segundo desvié el objetivo de mi cámara desde el Moisés hacia el altar donde estaban los novios, con sana intención antropológica, y la enorme mano de un “gorila” vestido de negro me hizo bajar la cámara hasta el suelo. ¿Quiénes serían los novios? Dejemos al margen el tópico de la mafia, digamos que eran simples peces gordos con vigilantes de seguridad a sueldo, tal vez armados, que velaban por la intimidad del enlace matrimonial en una iglesia muy dada a las visitas turísticas. Mola.

Hay más recuerdos de mis encuentros con Roma. Recuerdo las fuentes monumentales y me gustan todas, pero si por una de esas cosas raras que a veces suceden en la vida, un tipo como el gánster de la boda me obligase a elegir solo una so pena de reventarme la cámara de fotos contra el suelo de San Pietro in Vincoli, la elegida sería una fuente no demasiado grande ni tampoco archiconocida: la barcaza de Pietro Bernini, situada a los pies de la siempre bulliciosa plaza de España. ¿Y si el mismo fulano me obliga a elegir una iglesia romana? A veces es muy difícil elegir y sin embargo siempre terminamos haciéndolo. La tarea pasa de difícil a imposible hablando de las iglesias de Roma, por cantidad y calidad. El otro día las comparé con catedrales, aunque no todas sean de grandes proporciones: una iglesia pequeña puede impresionar y tener más dignidad que un templo enorme y colosal, y para muestra, Santa María in Trastevere, Santa María in Cosmedin o la sobrecogedora de San Carlo de las Cuatro Fuentes. Algo más grandes son las de San Andrés del Quirinal, Santa María de la Victoria o San Luís de los Franceses… En esta me tropecé por casualidad, en mi último viaje, con el cuadro de “La vocación de San Mateo”, obra del genial Miguel Ángel Merisi “Caravaggio” (Forrest Gump diría que las iglesias de Roma son como una caja de bombones; nunca sabes qué obra maestra te puedes encontrar en su interior). Luego están las gigantes y apabullantes iglesias de Santa María la Mayor, la catedral romana de San Juan de Letrán o las acojonantes iglesias jesuíticas del Geisú y San Ignacio de Loyola. Es que son así, acojonantes. Recuerdo especialmente la primera vez que entré en la de San Ignacio, situada frente a un precioso ejercicio barroco de urbanismo y arquitectura lleno de líneas cóncavas y convexas. “Cielosanto” piensas al ver San Ignacio por dentro, y nunca mejor pensado. Vaya bóvedas celestiales, vaya pinturas… Tela marinera. Impresionante también pero de otro modo y de dimensiones totalmente opuestas, sería el templete de San Pietro in Montorio, un armónico juguete circular diseñado por Bramante en suelo español, como quien dice. Allí al lado, en la ventana de la embajada de España, vimos un gatete haciendo honor a nuestro país con una apacible siesta pública. Todo un monumento a las buenas costumbres españolas. Me acerqué y le eché una foto sin despertarlo.

Mi primer viaje a Roma, que relaté parcialmente en la entrada anterior de este blog, nos cundió mucho a pesar del retraso provocado por la huelga. Vimos y vivimos muchas cosas, sin prisa pero sin pausa y, lo que es mejor, sin hacer cola. Este detalle es muy importante porque en los dos siguientes viajes, lo que más vimos fueron colas y esperas kilométricas hasta para respirar. Todo lo que ya habíamos visitado y disfrutado casi en soledad, como la cúpula de San Pedro del Vaticano, los Museos Vaticanos, el Coliseo o la “boca de la verdad”, estaba rodeado, hostigado y casi sitiado por una marabunta incesante de turistas puestos en filas más o menos disciplinadas. No nos vino mal: obligados por las circunstancias, en los dos viajes siguientes descubrimos y disfrutamos otros lugares. Por ejemplo, en el viaje de 2006 el descubrimiento fueron los bocatas hechos con pan de pizza (los devoramos acompañados de cerveza en un banco junto al Castel Sant’Angello), los helados (enormes y baratos, ya sea en tarrina o en cucurucho, y que resultan aún más exquisitos mientras ves la vida pasar por la plaza Navona) y los jardines de Villa Borghese, maravillosos: por un lado la vista sobre la plaza del Popolo, y por otro el bosque con sus pinos enormes. Cuando los vi me acordé de los pocos pinos supervivientes de Churra, y ahora, cuando veo los pinos de Churra recuerdo a sus parientes de Villa Borghese, mejor acompañados, más cuidados y respetados. Otro recuerdo curioso de Roma que me viene a la mente es el de los pájaros de la plaza Cavour. En el primer viaje teníamos el hotel junto a dicha plaza. Cada vez que regresábamos para descansar un rato, a media tarde, escuchábamos desde bien lejos las bandadas de pájaros gritando, que no piando, arremolinándose entre las copas de los árboles como si estuvieran chiflados. Quizá Hitchcock se inspiró en ellos para su inquietante película “Los pájaros”. Es brutal. Por eso me alegré al leer hace tiempo, en un reportaje sobre Roma de una revista semanal, la misma apreciación sobre las aves de Cavour. Un recuerdo más de la zona: el restaurante La Francescana. Barato, buenas pizzas y un dueño siciliano parco en palabras pero amable. Hemos repetido varias veces.
Mi último viaje romano hasta la fecha fue familiar, un amplio y divertido éxodo grupal en el que reviví momentos y volví a contemplar lugares, aunque como siempre que uno va a Roma, también visité cosas que no había visitado aún (y las que me quedan). Por ejemplo, vi el Ara Pacis, que ha estado en obras de restauración y adecuación durante varios años. Me gustó mucho no solo el monumento en sí, sino también la puesta en escena, la musealización, tan alejada de las modas que rigen hoy en nuestra Murcia: allá, la neutral pureza del blanco en las paredes, y aquí el angustioso color negro que te aplasta; allá los espacios diáfanos que se apartan y dejan protagonismo al propio monumento, y aquí los paneles que entorpecen y que ocultan más que muestran; allá los grandes ventanales y la luz natural, y aquí la agobiante luz artificial de los focos, gastando energía a lo bestia mientras cegamos las ventanas con madera; allá la recreación con sencillas y claras maquetas, y aquí la obsesión por los audiovisuales, por las reconstrucciones informáticas y por las pantallicas que se rompen cada dos por tres y que cuesta un huevo arreglar. Cuánto tenemos que aprender…
Roma, arriba, versus Murcia, abajo.

Y ya para acabar (podría escribir y escribir sobre Roma sin parar) me dejo para el final dos plazas muy distintas entre sí: la de San Pedro del Vaticano y la plaza de la Rotonda. La plaza ovalada de Bernini, con sus brazos columnados y sus fuentes laterales gemelas, es un espacio precioso y muy disfrutable cuando cae la tarde-noche y se vacía de gente. Y eso a pesar del golpe que le asestó Musolini abriéndola por fuerza a la Vía de la Conciliación, arrebatándole conceptos tan típicos de las plazas barrocas como el dentro-fuera y la evitación de amplias perspectivas. No esperaba que me gustase tanto la sensación que transmite esa plaza y menos aún lo mucho que cambia a ciertas horas, el aire que se respira y la belleza de las fuentes iluminadas. Solo hay que sentarse en un bordillo, relajarse y contemplar la escena nocturna: algún coche de policía perdido, algún operario limpiando o moviendo las vallas metálicas que tratan de imponer orden durante el día, un número más razonable de turistas desperdigados y el sonido del agua de las dos fuentes, que se vierte desde las copas altas y lanza sus destellos sobre las luces sumergidas. La otra plaza ya la referí en mi anterior entrada: la de la Rotonda. No sé porqué no se enseña ninguna fotografía de dicha plaza cuando se estudia el Panteón de Agrippa. Lo que hablamos del contexto. El Panteón impresiona al empezar a estudiarlo en la distancia, al conocer su historia, su construcción y su estética, pero lo que no te puedes imaginar hasta que no vas son las dimensiones de las columnas y de la cúpula, y tampoco la belleza del conjunto que forma con la plaza. Me traslado mentalmente y ahí estoy, sentado en los peldaños de la fuente que hay delante, mirándolo, respirándolo… Casi parece insultante de majestuoso y de bien conservado. Un pedazo de templo del siglo II de pie, delante de mí, con dos cojones. Luego miro a los lados de la plaza, a los sencillos edificios que la rodean, algunos coloreados, y miro a sus ventanas de madera. Pienso que son decorativas y me imagino que esos edificios están vacíos por dentro, como las casicas de corcho que ponemos en el Belén. Me imagino que la luz que sale por las ventanas proviene de una bombilla gigante que está metida bajo el edificio. Siempre me pregunto: “¿quién será el cabrón que vive ahí?”. Que lo disfrute, de verdad. Luego miro las calles adoquinadas que llegan a la plaza, estrechas y algo tortuosas, y que como grifo abierto no paran de derramar turistas más o menos despistados, más o menos cansados, más o menos perplejos al darse cuenta de pronto de que están en la plaza de la Rotonda y de que ahí tienen al Panteón, esperándoles durante casi dos mil años para ser captado millones de veces con millones de cámaras digitales. Ahora que no estoy en la plaza de la Rotonda, me la imagino en este mismo instante. Sé que está ahí y que el ambiente debe ser el mismo de siempre. Me relajo pensando que por medio solo hay un par de horas de vuelo, pero luego me pongo un poco nervioso pensando que también hay un insufrible desplazamiento junto a un taxista kamikaze. Aún así, merece la pena.

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Crisis de valores y de sistema.