miércoles, 11 de abril de 2012

Qué menos que hablar

Fuente: El País.

Nunca me ha gustado hablar mal de los políticos en bloque; de eso que desde tiempos recientes algunos llaman "la clase política" (que se les defina como una "clase" separada del resto, ya nos da indicios del tipo de democracia que estamos construyendo). Por pura convicción, jamás he creído que todos los políticos sean malos ni que todos sean iguales. Tiene que haber de todo porque los políticos son ni más ni menos que un extracto de la sociedad. Para bien y para mal, son representativos en el doble sentido: nos representan en la forma que establece nuestro sistema, y en esencia, también representan lo bueno y lo malo del género humano; nuestras virtudes y nuestros (muchos) defectos. Toda estadística tiene un margen de error y no sé hasta qué punto el conjunto de políticos forma una muestra fiable; no podría decir el porcentaje de error a considerar, la diferencia que hay en la relación entre el número de gandules de la sociedad y el número de políticos gandules; entre el número de personas competentes y el de políticos competentes; entre los chorizos de a pie y los que ocupan escaño. No sé si hay una relación proporcionalmente exacta entre el número de personas comunes honradas y el número de políticos honrados, pero desde luego esa relación, al menos en lo que respecta a nuestra percepción de los políticos, dependerá irremediablemente del concepto que tengamos de la especie humana. Ahora bien, sea más o menos exacta, creo que la relación existe, y que si por ejemplo creemos que los listillos, los pícaros y los defraudadores son mayoría en nuestra sociedad, por fuerza serán mayoría entre los políticos.

Desde este punto de vista, en la medida en que me he negado a hablar mal del conjunto de los políticos, también me he negado a hablar mal del conjunto de la sociedad. A renglón seguido añado que cada día es más difícil. Y en el mismo renglón digo que, sin pretenderlo, con toda esta visión que he expuesto estoy degradando un poco a los políticos. No es que la sociedad valga menos ni que las personas de a pie tengamos que ser más gandules o más chorizos que los políticos; es que dedicarse a la política debería implicar, entre otras cosas, una condición próxima a la santidad. Sea uno de izquierdas, de derechas, de arriba o de abajo (en ninguna ideología se estipula que haya que meter el cazo o que haya que tocárselas a dos manos en un sofá), la actividad política debería llevar implícito un sagrado respeto por la gestión de los asuntos públicos, por la labor de dirigirnos a todos. Igualmente, entre los políticos deberían estar los más brillantes de la sociedad, los más capacitados y los mejor formados, y cuando digo formados no me refiero a los títulos universitarios sino a una suma de experiencia, conocimientos, eficacia...

El fin de esta entrada no era entrar en elevadas disquisiciones éticas ni en sesudas reflexiones sobre la condición humana. Lo que quería decir es que hay otras habilidades que, al margen de todo lo dicho, deberían tener los políticos por encima de la media de la sociedad. Entre ellas están la soltura, la seguridad, la habilidad del verbo, la oratoria... Tener esas cualidades y ser un chorizo no me vale, pero qué menos se le puede pedir a un político que el hecho de saber hablar, de verbalizar una decisión política, de explicarla con más o menos gracia, con más o menos éxito. Qué menos se le puede pedir a un político que tener recursos para salir airoso de situaciones complicadas mediante el uso de la palabra, y si encima esa palabra tiene detrás un buen contenido, mucho mejor. Luis Carandell, excelso periodista que nos dejó hace diez años y que se dedicó durante mucho tiempo a la crónica parlamentaria, decía que los políticos ya no sabían hablar como antes; que no tenían capacidad de oratoria, que siempre necesitaban tener papeles delante. Me pregunto qué diría Carandell al ver a un presidente frenar ante los micrófonos, mirarlos (¿buscando las respuestas escritas en ellos?), y darse media vuelta. Qué diría Carandell de algo que quizá algunos no consideren muy importante, pero que a mí me dice mucho (paradójico decir tanto sin decir nada). Luis Carandell se habría quedado a cuadros al ver esa escena, porque lo menos que se le puede pedir a un político es tener la chispa y la lucidez de la palabra. Por supuesto hay que exigirles que sean honrados aunque que se equivoquen, como nos equivocamos todos. Pero también que hablen. Qué menos que hablar.

El presidente que llegó, vio y se marchó.

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Crisis de valores y de sistema.