En el apartamento de mi tía
Antonia hay fotografías en portarretratos -no demasiadas-, y también un pequeño
álbum. Pequeños retales: algún evento o comida familiar, abrazos, sonrisas… Momentos
enmarcados. La verdad es que cuando decidí buscar a la rama francesa de mi
familia, además de ver qué tal estaban, lo que quería era conocer algo más de
la vida de Pepín y Antonia. Y no ha hecho falta que le pregunte de forma
expresa a mi tía: una vez intercambiamos información actual de unos y de otros,
y haciendo gala de una memoria fotográfica, ella misma comienza a relatar los
avatares de su propia existencia, pero, sobre todo, de la de mi tío Pepín. Reconoce
que su marido no tenía cultura porque no había podido estudiar. Agita la cabeza
al admitir que era muy tozudo, y que cuando se enfadaba, tenía muy mal genio,
pero asiente al recordar que eso siempre se quedaba en nada, y que era muy
buena persona y muy trabajador. Mi tía y mis primos sentían una gran ternura y
compasión por Pepín porque sabían lo mucho que había sufrido. Eso sí, a pesar
de los sufrimientos de su niñez y de su juventud, del exilio, la guerra y el
hambre, mi tía también afirma que, junto a ella, Pepín pasó 58 años muy buenos.
Eso es algo más que un consuelo. Hablando con Antonia compruebo algo que mi tío
Pepín debía saber perfectamente, y que seguro que agradeció a la vida en muchas
ocasiones: la gran suerte que tuvo al encontrarla.
En 1980, cuando Pepín vino por
primera vez a España después de 42 años, toda la familia fue a recibirlo a la
Estación del Carmen. Y cuando digo “toda”, me refiero a un montón de gente,
claro –mi padre es el menor de catorce hermanos-. Yo era muy pequeñajo y
seguramente también estuve allí. Tal era la algarabía y el escándalo que liamos
por el retorno de Pepín, que mi madre le dijo a una de mis tías: “deberíamos
llamar a la prensa para que vengan y lo cuenten”. Mi tía se horrorizó, porque
tan sólo hacía cinco años que el dictador había desaparecido y todavía tenía el
miedo metido en el cuerpo –hasta el final tuvo miedo a compartir sus
pensamientos políticos, por si acaso, y eso que murió hace poco-. Lo cierto es
que aquello era un acontecimiento digno de contar más allá del interés
particular, pero seguro que al propio Pepín tampoco le habría gustado. No le
gustaba el escándalo ni los gritos, lo sé de primera mano: en 1988, mi tío y yo
vimos por televisión el España-Yugoslavia de la Eurocopa, aquel partido en el
que Míchel, que formaba la barrera, se agachó en un disparo directo de falta
que acabó en gol de los balcánicos. Mi tío me mandaba bajar la voz
constantemente; no quería que me exaltara demasiado. Ahora lo entiendo:
escuchar bombas y disparos debe alterar para siempre el oído y la calma.
Antonia me cuenta los últimos
años de Pepín. Estaba ya muy delicado de salud cuando recibió su condecoración.
Fue en el año 2000, en el mismo pueblo donde vivían. Hasta allí se desplazó una
delegación de militares para rendir homenaje a mi tío y a otro excombatiente. Pepín
se había caído el día antes y estuvieron a punto de acabar en el hospital y
perderse el acto. Por fortuna, asistieron al homenaje y fue muy emotivo. Le
dieron una medalla y un diploma, y reconocieron los servicios prestados por mi
tío al ejército de la República Francesa. Mientras mi tía relata el hecho,
pienso en España, en cómo somos. Pienso en cómo nos gusta alardear de
españolidad, aunque aún no se haya reconocido a los que lucharon y cayeron en
defensa de nuestra democracia. Pienso en todos aquellos que aún siguen bajo
tierra, en el olvido. Una pena. Francia, en cambio, reconoció a Pepín, y cuando
murió en 2003, volvieron a arroparle. Antonia me cuenta que no quiso quedarse
con la medalla de mi tío, que decidió ponérsela en el traje. Un militar la
felicitó por su decisión y admiró el gesto, pero a mi tía no le costó ningún
esfuerzo: “¿cómo me la voy a quedar, si es suya?”. Según mi tía, Pepín estaba
muy orgulloso de aquella medalla y tenía que llevársela. Envolvieron su ataúd
con la bandera de Francia y cantaron. Ahora reposa allí donde vivió la mayor
parte de su vida, pero, tal y como me cuenta mi primo, lo hace contemplando los
Pirineos. Fue algo pensado: Pepín quería mirar hacia España.
Antes de acabar nuestras
vacaciones en el sur de Francia, mi mujer y yo volvemos a ver a mi tía para
despedirnos, y a la reunión se une mi primo. Hablamos de la familia, de
política, de economía, de deportes… Hablamos de todo un poco y volvemos a
hablar de Pepín. Mi primo nos cuenta que suele ir al cementerio y que esa misma
mañana le ha contado a su padre que iba a vernos. A mi tío le habría gustado
mucho saber que hemos compartido un rato en familia. Mi tía Antonia lo confirma:
a pesar de la distancia, Pepín quería que el contacto con España y con su
familia no se perdiera, que no se evaporara del todo. Mi tío solía contar un
sueño: soñaba que era una paloma y que volaba, y que volando sobre limoneros y
naranjos llegaba hasta Murcia, hasta la huerta, y que atravesaba el camino que
acababa en su casa, y que volvía con sus padres y sus hermanos. Escuché ese sueño
en 1988, y de nuevo, desde la mirada simple de niño, me pregunté, ¿Por qué no
vuelve? Entonces no lo entendí, pero ahora lo entiendo: Pepín debía estar donde
estaban su mujer y sus hijos en el momento presente. Y eso no quería decir que
la Murcia de los años 30 ya no existiera. Seguía existiendo, porque él la
mantenía viva en su memoria.
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