martes, 11 de septiembre de 2012

Pepín y Antonia (y III)


En el apartamento de mi tía Antonia hay fotografías en portarretratos -no demasiadas-, y también un pequeño álbum. Pequeños retales: algún evento o comida familiar, abrazos, sonrisas… Momentos enmarcados. La verdad es que cuando decidí buscar a la rama francesa de mi familia, además de ver qué tal estaban, lo que quería era conocer algo más de la vida de Pepín y Antonia. Y no ha hecho falta que le pregunte de forma expresa a mi tía: una vez intercambiamos información actual de unos y de otros, y haciendo gala de una memoria fotográfica, ella misma comienza a relatar los avatares de su propia existencia, pero, sobre todo, de la de mi tío Pepín. Reconoce que su marido no tenía cultura porque no había podido estudiar. Agita la cabeza al admitir que era muy tozudo, y que cuando se enfadaba, tenía muy mal genio, pero asiente al recordar que eso siempre se quedaba en nada, y que era muy buena persona y muy trabajador. Mi tía y mis primos sentían una gran ternura y compasión por Pepín porque sabían lo mucho que había sufrido. Eso sí, a pesar de los sufrimientos de su niñez y de su juventud, del exilio, la guerra y el hambre, mi tía también afirma que, junto a ella, Pepín pasó 58 años muy buenos. Eso es algo más que un consuelo. Hablando con Antonia compruebo algo que mi tío Pepín debía saber perfectamente, y que seguro que agradeció a la vida en muchas ocasiones: la gran suerte que tuvo al encontrarla.

En 1980, cuando Pepín vino por primera vez a España después de 42 años, toda la familia fue a recibirlo a la Estación del Carmen. Y cuando digo “toda”, me refiero a un montón de gente, claro –mi padre es el menor de catorce hermanos-. Yo era muy pequeñajo y seguramente también estuve allí. Tal era la algarabía y el escándalo que liamos por el retorno de Pepín, que mi madre le dijo a una de mis tías: “deberíamos llamar a la prensa para que vengan y lo cuenten”. Mi tía se horrorizó, porque tan sólo hacía cinco años que el dictador había desaparecido y todavía tenía el miedo metido en el cuerpo –hasta el final tuvo miedo a compartir sus pensamientos políticos, por si acaso, y eso que murió hace poco-. Lo cierto es que aquello era un acontecimiento digno de contar más allá del interés particular, pero seguro que al propio Pepín tampoco le habría gustado. No le gustaba el escándalo ni los gritos, lo sé de primera mano: en 1988, mi tío y yo vimos por televisión el España-Yugoslavia de la Eurocopa, aquel partido en el que Míchel, que formaba la barrera, se agachó en un disparo directo de falta que acabó en gol de los balcánicos. Mi tío me mandaba bajar la voz constantemente; no quería que me exaltara demasiado. Ahora lo entiendo: escuchar bombas y disparos debe alterar para siempre el oído y la calma.

Antonia me cuenta los últimos años de Pepín. Estaba ya muy delicado de salud cuando recibió su condecoración. Fue en el año 2000, en el mismo pueblo donde vivían. Hasta allí se desplazó una delegación de militares para rendir homenaje a mi tío y a otro excombatiente. Pepín se había caído el día antes y estuvieron a punto de acabar en el hospital y perderse el acto. Por fortuna, asistieron al homenaje y fue muy emotivo. Le dieron una medalla y un diploma, y reconocieron los servicios prestados por mi tío al ejército de la República Francesa. Mientras mi tía relata el hecho, pienso en España, en cómo somos. Pienso en cómo nos gusta alardear de españolidad, aunque aún no se haya reconocido a los que lucharon y cayeron en defensa de nuestra democracia. Pienso en todos aquellos que aún siguen bajo tierra, en el olvido. Una pena. Francia, en cambio, reconoció a Pepín, y cuando murió en 2003, volvieron a arroparle. Antonia me cuenta que no quiso quedarse con la medalla de mi tío, que decidió ponérsela en el traje. Un militar la felicitó por su decisión y admiró el gesto, pero a mi tía no le costó ningún esfuerzo: “¿cómo me la voy a quedar, si es suya?”. Según mi tía, Pepín estaba muy orgulloso de aquella medalla y tenía que llevársela. Envolvieron su ataúd con la bandera de Francia y cantaron. Ahora reposa allí donde vivió la mayor parte de su vida, pero, tal y como me cuenta mi primo, lo hace contemplando los Pirineos. Fue algo pensado: Pepín quería mirar hacia España.



Antes de acabar nuestras vacaciones en el sur de Francia, mi mujer y yo volvemos a ver a mi tía para despedirnos, y a la reunión se une mi primo. Hablamos de la familia, de política, de economía, de deportes… Hablamos de todo un poco y volvemos a hablar de Pepín. Mi primo nos cuenta que suele ir al cementerio y que esa misma mañana le ha contado a su padre que iba a vernos. A mi tío le habría gustado mucho saber que hemos compartido un rato en familia. Mi tía Antonia lo confirma: a pesar de la distancia, Pepín quería que el contacto con España y con su familia no se perdiera, que no se evaporara del todo. Mi tío solía contar un sueño: soñaba que era una paloma y que volaba, y que volando sobre limoneros y naranjos llegaba hasta Murcia, hasta la huerta, y que atravesaba el camino que acababa en su casa, y que volvía con sus padres y sus hermanos. Escuché ese sueño en 1988, y de nuevo, desde la mirada simple de niño, me pregunté, ¿Por qué no vuelve? Entonces no lo entendí, pero ahora lo entiendo: Pepín debía estar donde estaban su mujer y sus hijos en el momento presente. Y eso no quería decir que la Murcia de los años 30 ya no existiera. Seguía existiendo, porque él la mantenía viva en su memoria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario


Crisis de valores y de sistema.