lunes, 10 de septiembre de 2012

Pepín y Antonia (II)


La primera vez que salí de España, a punto de cumplir los once años de edad, fue para visitar a mis tíos de Carcassonne. Yo ya había escuchado algunas cosas de aquel hermano de mi padre y de su atareada vida, pero durante ese viaje supe de unas cuantas peripecias más. Al verle en persona, lo primero que me sorprendió fue el enorme parecido físico entre mi tío, mi padre y el resto de sus hermanos. Y luego me chocó mucho escucharle hablar español con acento francés mezclado con el deje murciano. Mi tío jamás aprendió francés; no sintió la necesidad. Trabajaba en el campo rodeado de emigrantes españoles o de otros países, y se casó con una española que hablaba perfectamente español y francés. Iba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Según mi primo, cuando se cabreaba mezclaba los dos idiomas de manera indescifrable, pero su incursión en la lengua de Francia no pasó de algunos tacos e interjecciones. Aprendió lo más divertido y así se quedó.

En 1988, en su casa de piedra y madera de un pequeño pueblecito cercano a Carcassonne, mi tío me contó que un día, durante la Segunda Guerra Mundial, se quedó sin arma y sin munición, y que se topó de bruces con un nazi. El militar alemán hizo lo normal: le apuntó con su arma. Mi tío levantó las manos y comenzó a gritarle que no le matara. También soltó algunos insultos, y todo en español, claro. El nazi, confuso, bajó el arma y se marchó corriendo, probablemente porque pensó que no tenía nada en contra de aquella extraña persona que le gritaba en un idioma extraño. Los que inician las guerras desde cómodos despachos no suelen sufrir las consecuencias, y la mayoría de los que combaten en ellas lo hacen porque no tienen más remedio. Quizá unos pocos lleguen a creerse los motivos por los cuales los psicópatas de arriba justifican matar a otras personas; quizá unos pocos hagan suyos los argumentos de los líderes que provocan la guerra, y les cieguen hasta el punto de acabar con la vida del adversario cara a cara. Sin embargo, creo que una inmensa mayoría son incapaces de asesinar de ese modo, y si matan, es disparando desde la trinchera hacia lo lejos, hacia ese concepto abstracto que llaman “enemigo”; sin apuntar a nadie en concreto. Disparan al concepto porque el concepto les dispara a ellos.

En el verano de 2012, mi tía Antonia me contó que la primera vez que vio a Pepín fue la primavera de 1945, en las fotografías que le enseñó su hermano. Mi tío tuvo la suerte de no morir en la guerra y, además, de conocer a su futuro cuñado: ambos, junto al amigo Juan Portillo, fueron capturados por los nazis y encerrados en un campo de prisioneros en Alemania. En los últimos meses del conflicto, los nazis dejaron libre al hermano de mi tía porque estaba herido, y de ese modo pudo reunirse con su familia en Francia. Allí le enseñó a Antonia la cara del que habría de convertirse en padre de sus hijos. Poco después, el ejército soviético entró en el campo de prisioneros y los liberó a todos. Sobre el episodio de la liberación, recuerdo perfectamente el gesto torcido de Pepín mientras contaba esa parte de la historia. Sacudía la cabeza y admitía que hubo excesos. Desde mi perspectiva simplista de niño de diez años, influido por las películas de acción americanas propias de la guerra fría donde sólo hay buenos y malos, yo no entendía a mi tío: “¡Pero si lo liberaron! ¿Cómo puede decir eso?”. Ahora lo entiendo. Existen los matices. Los soldados libertadores llegaron arrasando, y mi tío, que era buena persona, no podía aprobarlo. Los soviéticos también llevaban meses, años de lucha y de escenas violentas, y es posible que hubieran perdido amigos y familiares a manos del enemigo… Eso es la guerra. La violencia engendra violencia.

Cuando Pepín y Juan Portillo fueron liberados por el ejército soviético, llegaron a Francia. Allí les preguntaron por su domicilio, pero... ¿Qué domicilio? ¡Si no tenían casa ni lugar donde caerse muertos! Entonces pensaron en el amigo herido, aquel que fue liberado unos meses antes, y allá que se fueron a su encuentro. Poco tiempo después de conocer a mi tía Antonia –ella recuerda perfectamente el día, el 24 de abril de 1945-, decidieron casarse. Y al poner en común sus vidas, Antonia convenció a Pepín para que se pusiera en contacto con su familia española: habían transcurrido siete años desde su marcha forzada; siete años sin noticias. La familia no sabía nada de él y quizá ya lo daban por muerto. Él sentía horror por la posibilidad de que el régimen franquista lo localizara y le hiciera regresar. Sin embargo, mi tía no concebía esa situación. “Tu madre y tus hermanos deben saber de ti, tienes que escribirles”. La idea fue sencilla: Pepín dictó la primera carta, mi tía Antonia la firmó y la misiva llevó las buenas noticias hasta el otro lado de los Pirineos; hasta la huerta de Murcia, aquella tierra que mi tío siempre añoró (Continuará).

A esta entrada le pongo final musical, la famosa "Querida Milagros" de El Último de la Fila, alegato en contra de la guerra basado en el amor de dos personas separadas por la violencia.

"No estaría de más que alguien me explicara qué tiene esto que ver contigo y conmigo".

(Las citas y las imágenes son cosa del creador del vídeo, ¿eh? Pero vamos, la mayoría no están mal).


No hay comentarios:

Publicar un comentario


Crisis de valores y de sistema.