La primera vez que salí de España,
a punto de cumplir los once años de edad, fue para visitar a mis tíos de
Carcassonne. Yo ya había escuchado
algunas cosas de aquel hermano de mi padre y de su atareada vida, pero durante
ese viaje supe de unas cuantas peripecias más. Al verle en persona, lo primero
que me sorprendió fue el enorme parecido físico entre mi tío, mi padre y el
resto de sus hermanos. Y luego me chocó mucho escucharle hablar español con
acento francés mezclado con el deje murciano. Mi tío jamás aprendió francés; no
sintió la necesidad. Trabajaba en el campo rodeado de emigrantes españoles o de
otros países, y se casó con una española que hablaba perfectamente español y francés.
Iba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Según mi primo, cuando se
cabreaba mezclaba los dos idiomas de manera indescifrable, pero su incursión en
la lengua de Francia no pasó de algunos tacos e interjecciones. Aprendió lo más
divertido y así se quedó.
En 1988, en su casa de piedra y
madera de un pequeño pueblecito cercano a Carcassonne, mi tío me contó que un
día, durante la Segunda Guerra Mundial, se quedó sin arma y sin munición, y que
se topó de bruces con un nazi. El militar alemán hizo lo normal: le apuntó con su arma. Mi tío
levantó las manos y comenzó a gritarle que no le matara. También soltó algunos
insultos, y todo en español, claro. El nazi, confuso, bajó el arma y se
marchó corriendo, probablemente porque pensó que no tenía nada en contra de
aquella extraña persona que le gritaba en un idioma extraño. Los que inician
las guerras desde cómodos despachos no suelen sufrir las consecuencias, y la
mayoría de los que combaten en ellas lo hacen porque no tienen más remedio.
Quizá unos pocos lleguen a creerse los motivos por los cuales los psicópatas de
arriba justifican matar a otras personas; quizá unos pocos hagan suyos los
argumentos de los líderes que provocan la guerra, y les cieguen hasta el punto
de acabar con la vida del adversario cara a cara. Sin embargo, creo que una
inmensa mayoría son incapaces de asesinar de ese modo, y si matan, es
disparando desde la trinchera hacia lo lejos, hacia ese concepto abstracto que
llaman “enemigo”; sin apuntar a nadie en concreto. Disparan al concepto porque
el concepto les dispara a ellos.
En el verano de 2012, mi tía
Antonia me contó que la primera vez que vio a Pepín fue la primavera de 1945, en
las fotografías que le enseñó su hermano. Mi tío tuvo la suerte de no morir en
la guerra y, además, de conocer a su futuro cuñado: ambos, junto al amigo Juan Portillo,
fueron capturados por los nazis y encerrados en un campo de prisioneros en
Alemania. En los últimos meses del conflicto, los nazis dejaron libre al
hermano de mi tía porque estaba herido, y de ese modo pudo reunirse con su
familia en Francia. Allí le enseñó a Antonia la cara del que habría de
convertirse en padre de sus hijos. Poco después, el ejército soviético entró en el campo de prisioneros y los
liberó a todos. Sobre el episodio de la liberación, recuerdo perfectamente el
gesto torcido de Pepín mientras contaba esa parte de la historia. Sacudía la
cabeza y admitía que hubo excesos. Desde mi perspectiva simplista de niño de diez
años, influido por las películas de acción americanas propias de la guerra fría
donde sólo hay buenos y malos, yo no entendía a mi tío: “¡Pero si lo liberaron!
¿Cómo puede decir eso?”. Ahora lo entiendo. Existen los matices. Los soldados
libertadores llegaron arrasando, y mi tío, que era buena persona, no podía
aprobarlo. Los soviéticos también llevaban meses, años de lucha y de escenas violentas, y es posible que hubieran perdido amigos y familiares
a manos del enemigo… Eso es la guerra. La violencia engendra violencia.
Cuando Pepín y Juan Portillo
fueron liberados por el ejército soviético, llegaron a Francia. Allí les
preguntaron por su domicilio, pero... ¿Qué domicilio? ¡Si no tenían casa ni lugar
donde caerse muertos! Entonces pensaron en el amigo herido, aquel que fue
liberado unos meses antes, y allá que se fueron a su encuentro. Poco tiempo
después de conocer a mi tía Antonia –ella recuerda perfectamente el día, el 24
de abril de 1945-, decidieron casarse. Y al poner en común sus vidas,
Antonia convenció a Pepín para que se pusiera en contacto con su familia
española: habían transcurrido siete años desde su marcha forzada; siete años sin
noticias. La familia no sabía nada de él y quizá ya lo daban por muerto. Él
sentía horror por la posibilidad de que el régimen franquista lo localizara y
le hiciera regresar. Sin embargo, mi tía no concebía esa situación. “Tu
madre y tus hermanos deben saber de ti, tienes que escribirles”. La idea fue
sencilla: Pepín dictó la primera carta, mi tía Antonia la firmó y la misiva
llevó las buenas noticias hasta el otro lado de los Pirineos; hasta la huerta
de Murcia, aquella tierra que mi tío siempre añoró (Continuará).
A esta entrada le pongo final musical, la famosa "Querida Milagros" de El Último de la Fila, alegato en contra de la guerra basado en el amor de dos personas separadas por la violencia.
"No estaría de más que alguien me explicara qué tiene esto que ver contigo y conmigo".
(Las citas y las imágenes son cosa del creador del vídeo, ¿eh? Pero vamos, la mayoría no están mal).
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