miércoles, 29 de agosto de 2012

Juguetes rotos. Del poder y la prensa


Los niños pequeños no tienen maldad, porque no saben diferenciar el bien del mal. Son como lienzos en blanco y, a la vez, tienen los pinceles y prueban trazos de manera instintiva. Aunque a los mayores nos gustaría pintarlos a nuestro antojo, nos resulta imposible. Lo que sí podemos –y debemos- hacer es guiarles la mano, enseñarles a mezclar los colores, darles unas nociones básicas de arte. Pasado el momento ya no admitirán más consejos y serán libres para equivocarse, para rectificar y para buscar su estilo.

Nuestros gobernantes se han portado como niños pequeños durante mucho tiempo, y lo peor es que no han tenido a nadie que los guíe y los controle. Quizá por una educación deficiente, por un estado prematuro (aún-no-maduro) y por el efecto idiotizador que le supongo al poder, han hecho y deshecho sin importarles lo más mínimo las consecuencias; sin tener en cuenta a la sociedad a la que se deben. Han sido caprichosos y egoístas. Han sucumbido a los traficantes de traje y corbata, que les prometieron mucho dinero para gastarlo en juguetes y en caramelos a cambio de dios sabe qué favores. Han obrado como si la fuente de la que manaba ese dinero no fuera a secarse nunca. No han pensado en el futuro porque ese concepto es demasiado abstracto, demasiado lejano.

Manipular al que controla, tenerlo bajo control, es uno de esos trazos instintivos y sin maldad que prueban los niños pequeños, y desde que en el siglo XVIII Edmund Burke bautizara a la prensa como el cuarto poder, los gobernantes han sentido la misma necesidad: la de manipular a la prensa para hacerle creer que todo lo que hacen está bien, en lugar de asumir la responsabilidad de obrar correctamente y con transparencia. Tal y como afirma Iñaki Gabilondo en su libro “El fin de una época”, los ciudadanos no tienen tiempo de ejercer el control directo y permanente sobre el poder, y por eso delegan la labor en el periodismo mientras ellos trabajan, van al cine o duermen. Para la tarea de observar y controlar la acción del poder, y para contarle después a la ciudadanía qué tal se portan los administradores de la cosa pública, la prensa debe ser cien por cien independiente. Pero, ¡amigo! Eso es muy difícil.

En los últimos años de capitalismo desenfrenado, el poder compró a la prensa y algunos medios se convirtieron en juguetes en manos de niños pequeños y malcriados. Se crearon televisiones y radios -públicas y privadas- para mayor loa del gobernante –o del empresario- de turno, sobredimensionadas como los monumentos colosales que tanto gustan a los dictadores. Con ellas el poder se hizo publicidad y devolvió favores. Y encima gestionó mal, y ahora esa mala gestión se ha transformado en dos caminos: el que toman los que salen con los bolsillos llenos, y el que toman los profesionales que han perdido su empleo, y que dieron lo mejor de sí en una condiciones difíciles. Ellos, los periodistas, son los que pagan los excesos del poder que se ha portado como un niño pequeño, pero a diferencia del niño, el poder no es inocente. El poder sabe distinguir el bien del mal y obra a conciencia.

En el libro antes citado, Iñaki Gabilondo afirma que el mayor enemigo de la libertad de expresión es el paro. Ese es el recurso principal que usa el poder para amordazar al periodismo, porque en el momento en el que tienes que vigilar al que te da de comer, la cosa se complica. Por eso, creo que al periodismo lo van a salvar los periodistas de a pie, los que ya no tienen un trabajo que perder. Y quizá también los que sí.

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Crisis de valores y de sistema.