Los niños pequeños no tienen
maldad, porque no saben diferenciar el bien del mal. Son como lienzos en blanco
y, a la vez, tienen los pinceles y prueban trazos de manera instintiva. Aunque
a los mayores nos gustaría pintarlos a nuestro antojo, nos resulta imposible.
Lo que sí podemos –y debemos- hacer es guiarles la mano, enseñarles a mezclar
los colores, darles unas nociones básicas de arte. Pasado el momento ya no
admitirán más consejos y serán libres para equivocarse, para rectificar y para buscar
su estilo.
Nuestros gobernantes se han
portado como niños pequeños durante mucho tiempo, y lo peor es que no han
tenido a nadie que los guíe y los controle. Quizá por una educación deficiente,
por un estado prematuro (aún-no-maduro) y por el efecto idiotizador que le
supongo al poder, han hecho y deshecho sin importarles lo más mínimo las
consecuencias; sin tener en cuenta a la sociedad a la que se deben. Han sido
caprichosos y egoístas. Han sucumbido a los traficantes de traje y corbata, que
les prometieron mucho dinero para gastarlo en juguetes y en caramelos a cambio
de dios sabe qué favores. Han obrado como si la fuente de la que manaba ese dinero
no fuera a secarse nunca. No han pensado en el futuro porque ese concepto es
demasiado abstracto, demasiado lejano.
Manipular al que controla,
tenerlo bajo control, es uno de esos trazos instintivos y sin maldad que
prueban los niños pequeños, y desde que en el siglo XVIII Edmund Burke
bautizara a la prensa como el cuarto poder, los gobernantes han sentido la
misma necesidad: la de manipular a la
prensa para hacerle creer que todo lo que hacen está bien, en lugar de asumir
la responsabilidad de obrar correctamente y con transparencia. Tal y como
afirma Iñaki Gabilondo en su libro “El fin de una época”, los ciudadanos no
tienen tiempo de ejercer el control directo y permanente sobre el poder, y por
eso delegan la labor en el periodismo mientras ellos trabajan, van al cine o
duermen. Para la tarea de observar y controlar la acción del poder, y para contarle
después a la ciudadanía qué tal se portan los administradores de la cosa
pública, la prensa debe ser cien por cien independiente. Pero, ¡amigo! Eso es
muy difícil.
En los últimos años de capitalismo desenfrenado, el poder compró a la prensa y algunos medios se convirtieron en juguetes en manos de niños pequeños y malcriados. Se crearon televisiones y radios -públicas
y privadas- para mayor loa del gobernante –o del empresario- de turno, sobredimensionadas
como los monumentos colosales que tanto gustan a los dictadores. Con ellas el
poder se hizo publicidad y devolvió favores. Y encima gestionó mal,
y ahora esa mala gestión se ha transformado en dos caminos: el que toman los que salen con los bolsillos llenos, y el que toman los profesionales que han perdido su empleo, y que dieron lo mejor de sí en una condiciones difíciles. Ellos, los periodistas, son los que pagan los excesos del poder que se ha portado como un niño pequeño, pero a diferencia del niño, el poder no es inocente. El poder sabe distinguir el bien del mal y obra a conciencia.
En el
libro antes citado, Iñaki Gabilondo afirma que el mayor enemigo de la libertad
de expresión es el paro. Ese es el recurso principal que usa el poder para
amordazar al periodismo, porque en el momento en el que tienes que vigilar al
que te da de comer, la cosa se complica. Por eso, creo que al
periodismo lo van a salvar los periodistas de a pie, los que ya no tienen un
trabajo que perder. Y quizá también los que sí.
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