Mi padre es el menor de catorce
hermanos, y desde la lógica que impone la naturaleza, sería imposible que sus
padres estuvieran vivos hoy en día porque superarían ampliamente un siglo de
edad. Mi abuela paterna –“la abuelita de la huerta”- murió antes de mi
nacimiento, y mi abuelo dejó huérfanos a sus hijos y viuda a su mujer mucho
antes, en 1940, a una edad temprana y tras sufrir cárcel. Huelga decir que no
había causado daño alguno, sólo el que pueda derivarse de pensar libremente. La
muerte de mi abuelo no fue la única desgracia que sacudió a la familia: uno de
los hermanos, Pepín, tuvo que marcharse a la guerra en 1938 y no se supo nada
de él durante siete años. En 1945 llegó su carta, cuando ya se le daba por
muerto, mientras la casa salía adelante y esquivaba al hambre con dificultad y
con mucho trabajo. En esa familia todos pasaron lo suyo, del primero al último.
Y así fueron las cosas, aunque la moral de algunos sea capaz de tolerar,
olvidar y hasta de tapar el drama que sufrió una gran parte de españoles
durante el siglo pasado. Desde nuestra perspectiva cuesta mucho imaginar un
panorama semejante, pero el caso es que esa era, y no otra, la realidad de
muchas personas en aquellos tiempos. Mi familia también es grande –yo soy el
menor de seis hermanos-, y todos hemos crecido en un ambiente de pre-democracia
y de democracia plena. Nos hemos enfrentado a otro tipo de problemas, a los que
en ocasiones te enfrenta la vida, pero no hemos tenido que lidiar con el
hambre, ni con la ausencia de libertad, ni de educación, ni de sanidad. El
ambiente en mi casa, en lo tocante a política, siempre fue animado y abierto,
crítico y respetuoso con todas las ideas, pero como puede intuirse, de
tendencia progresista.
El árbol que plantó mi abuelo hace ya 100 años, en la tierra que cultivó, sigue en pie a pesar de todo.
La historia de mi abuelo, aunque
triste, sirvió en cierto modo para reafirmar convicciones que, por otro lado,
no son exclusivas de ningún partido político ni de nadie en concreto; deben ser
patrimonio de todos, sin lugar para la ambigüedad: la democracia, el respeto a
las ideas de los demás, la solidaridad… Dentro de todas las penurias de la
Guerra Civil y de la postguerra, la vida de mi tío Pepín ejerció el mismo
efecto que la de mi abuelo. Se sumaron y, para mí, desde crío, eran motivo de
orgullo. Sólo vi a mi tío Pepín dos veces; bueno, de la primera no recuerdo
nada: fue en 1980, cuando regresó a España por primera vez tras su huida -yo tenía
tres años-. La segunda vez se produjo en el verano de 1988, cuando fui con mis
padres a visitarlo a su casa de Villalier, un pueblecito cercano a Carcassonne,
en el sur de Francia. A la manera de pequeñas píldoras, con retales que me
contaban mis padres y que me contó él mismo, poco a poco me enteré de lo que tuvo
que superar el tío Pepín para llegar hasta allí, hasta su acogedora casa
francesa. Me quedaba con la boca abierta al conocer los detalles de su historia
porque sonaban como el argumento de una película. Era así, una película, pero
de verdad; sin cámaras ni kétchup, ni actores disfrazados del ejército nazi. En
aquel viaje conocí a mi tía Antonia, su mujer, también española, y a mis primos
Christian y María José. Pasamos unos días muy agradables, entrañables.
En este verano de 2012, catorce
años después, he vuelto a Carcassonne. Cuando nos pusimos a pensar en el
destino de nuestras vacaciones estivales, mi mujer y yo consideramos varias
opciones. A mí, la verdad, no me apetecía nada frecuentar aeropuertos y volver
a coger aviones con las dos niñas, y después de dos veranos estupendos en
Londres, propuse desplazarnos hasta un lugar más tranquilo, fresco y que
estuviera a “distancia-coche”. Por otro lado, mi mujer quería practicar su
francés, y la suma de sus requerimientos y de los míos produjo en mi mente el
nombre de Carcassonne: 870 kilómetros, tranquilo, fresco y francés. En mi ánimo
había una idea más, surgida en el mismo momento en el que fijamos destino: contactar
con la familia, con lo que hubiera de ella. La comunicación había sido casi,
casi nula desde 1988. Supimos de la muerte de mi tío Pepín en 2003, y a su vez,
ellos supieron de una triste pérdida a este lado de la frontera, pero nada más.
Al menos en los últimos nueve años no se había producido ningún contacto. No
sabíamos si mi tía Antonia seguía con vida, ni en qué andaban metidos mis
primos. Por los muchos asuntos que llevamos entre manos mi mujer y yo, la
organización del viaje se pospuso hasta la semana antes de partir y,
sorprendentemente, pudimos resolverlo todo con éxito y alquilar una casa para
dos semanas. Sin tiempo para más pero con la esperanza de que mis hijas lo
pasaran bien, de que mi mujer practicara mucho francés, y de poder recuperar
parte de la memoria de mi tío, nos pusimos en ruta. Y de lo que allí vivimos
daré cuenta en una próxima entrada de este blog.
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