La carretera que lleva a
Saissac discurre por entre los viñedos del Languedoc, salpicados de cuando en
cuando por pequeños campos de girasoles. El paisaje es verde y tranquilo
incluso en verano, y el pueblo, que se monta sobre una colina, permanece
parapetado tras las ruinas de su castillo. A las afueras del caserío hay una residencia
de la tercera edad, y allí, en un salón luminoso y amplio, varias decenas de ancianos
se disponen a comer. Mientras atravieso las mesas buscando a mi tía Antonia, no
tengo duda de que la reconoceré al instante. En efecto. Al ver cómo me aproximo
decidido, me mira con extrañeza y me saluda: “Bon jour”. Yo le respondo: “Hola
tía Antonia, ¿te acuerdas de mí?”. Por si acaso, me apresuro a decir mi nombre,
pero justo después queda claro que no hacía falta. En español me dice que sí,
que yo era pequeño cuando estuve en su casa: “en 1988, y tenías once años,
¿verdad?”. Hoy mi tía tiene 94, y señalar que conserva una mente lúcida
implicaría admitir que, aunque sea poco, ha perdido algo de agilidad mental.
Incorrecto. No es que tenga la mente lúcida, es que su mente es la misma que
hace 24 años. Y eso, admite, a veces le produce dolor: por un lado, porque su
cuerpo se va quedando atrás y no le responde como antes; y por otro, porque
conserva demasiado vivo el recuerdo y no para de pensar. En ese momento hablamos
poco; la situación no es propicia a la hora de la comida y en mitad del comedor
–no son ni las doce del mediodía, ojo, pero no consideré el diferente ritmo de
vida-. Le digo que volveré a visitarla otro día y ella asiente: “sí, así
podremos hablar más tranquilos”. Saluda a mi mujer y a mis hijas y las piropea.
De hecho, las niñas no han dejado de recibir dulces piropos en francés desde que
hemos entrado en el edificio.
La residencia parece muy
agradable y el color verde de los jardines entra por sus ventanas, que son
muchas. Mi tía tiene un apartamento con su baño, su cama y una pequeña salita
con cocina y televisión. Por fuera, una tablilla clavada en la puerta informa
sobre la ocupante: “Madame Serrano”. Cuando vuelvo a verla está más relajada.
Ya no se lleva el pasmo de la otra vez, supongo, porque un choque así y sin
avisar debió dejarla un poco alucinada. Antes de tomar asiento, miro las fotos
y me detengo en un cuadro que cuelga de la pared: se trata de la condecoración
que recibió mi tío, José Serrano, de la Unión Federal de Asociaciones Francesas
de Antiguos Combatientes y Víctimas de Guerra, en el año 2000. Mi tía me cuenta
que, para mi tío, aquel día fue muy emocionante y que hasta su muerte conservó
la medalla que le dieron con mucho orgullo. Normal. Volveré sobre eso más
adelante. Mi tía pregunta por mis padres y por mis hermanos, y yo le pregunto
por mis primos. Luego le explico la razón de haber ido a parar allí, a Carcassonne,
tantos años después. Le cuento lo de los aviones, lo del fresco y lo del
francés, y le digo que al pensar en Carcassonne también pensé en contactar con
la familia. Así, poco a poco, comenzamos a hablar de mi tío Pepín y del
comienzo de su aventura. “Aventura”, dicho sin las connotaciones
turístico-deportivas que la palabra pueda tener en la actualidad. Hablamos de
aquel chaval que no pudo estudiar, por supuesto, que trabajaba la huerta y que
se marchó a combatir en la Guerra Civil Española.
Mi tía nació en Santiago de la Espada, pero ella y su
familia emigraron a Francia mucho antes del conflicto bélico, cuando tenía tres
años de edad y de manera más o menos voluntaria –de esto no hablamos, pero
imagino que fue por buscarse el sustento-. Por su parte, mi tío Pepín luchó en
defensa del gobierno de España y fue a parar a uno de los frentes más
importantes, el de Cataluña. Entre 1938 y los inicios de 1939, las tropas
franquistas, ayudadas por Hitler y Mussolini, rodearon y tomaron aquel
territorio. No se sabe de qué forma ni en qué momento, Pepín fue apresado y encerrado
en una cárcel de Barcelona, pero entre varios reclusos formaron un motín y
lograron escapar. Él y un amigo suyo llamado Juan Portillo, junto a muchos miles de españoles más –militares y civiles, niños incluidos- atravesaron el Pirineo para llegar a Francia, donde no les aguardaba un
hotel de cinco estrellas precisamente: la frontera se convirtió en un problema para el país vecino, que tuvo que crear campos de refugiados para acoger a la multitud. No se
sabe cómo, Pepín y su amigo Portillo pudieron abrirse camino hacia el interior, no sin antes
deshacerse de cualquier papel que los identificara como españoles. El temor a
que se les devolviera a España y, con ello, a una muerte segura, era grande y
fundado; sobre todo cuando antes de acabar oficialmente la guerra, Francia y
otros países ya habían reconocido diplomáticamente al nuevo gobierno militar surgido
en nuestro país. Sin embargo, la historia quiso que justo al terminar un
conflicto, empezara otro: Pepín y su amigo tuvieron que combatir en la Segunda
Guerra Mundial, en las filas francesas, contra el ejército al que ya habían
combatido en defensa de España, el de la Alemania nazi. Asusta verlo en las películas y asuntan sólo las palabras; no
quiero ni imaginar cómo debió ser la experiencia de vivir algo así en la realidad.
(Continuará en una próxima entrada).
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